Sábado, 9 de agosto de 2014
 

DESDE LA TIERRA

Ser madre palestina

Ser madre palestina

Lupe Cajías.- Aún en la adolescencia rebelde, en la vivencia de la guerrilla colombiana o en el fragor de las masacres a campesinos guatemaltecos, mantuve mi rechazo al terrorismo, sea a nombre de un “Hombre Nuevo”, sea desde el Estado o los paramilitares. Comprendía a quienes condenan la práctica oscura de bombas, secuestros y asesinatos selectivos.
Mi apego al anarquismo fue guiado desde la prédica de León Tolstoi, Rafael Barrett, desde la ternura humana. Creo por sobre todo en las reservas morales de la Humanidad, sin tintes ideológicos, raciales o religiosos.
Sin embargo, desde hace años, cuando contemplo una y otra vez el ensañamiento del Estado de Israel contra los más pequeños me pregunto si hay monstruos colectivos que lastiman tanto a la vida que la única respuesta posible parecería buscar la muerte.
¿Cómo predicar amor si un grupo de judíos sacó a mis ancianos abuelos de sus campos en 1948? No fueron ellos los responsables del nazismo ni de los sucesivos imperios que dominaron las antiguas Judea o Samaria. Pero soldados implacables, con el permiso de las Naciones Unidas, los exiliaron al Líbano.
No se contentaron con ello, años después mataron a mis tíos para ampliar las fronteras de sus ciudades y expulsaron miles de familias que desde entonces viven en campamentos, sufriendo incluso el desprecio de sus otros hermanos árabes.
Cada lustro significó perder otro grupo de la familia. Algunos comprendieron que sólo con el terror el mundo los escuchaba, eran los sobrevivientes de tanta maldad. No sirvió la rama de olivo ofrecida por Arafat; los judíos tienen demasiados negocios en el mundo, bancos y cuentas y calla Washington y calla Nueva York y calla Ginebra.
Vi morir a mis propios hijos, a mis sobrinos, a mis ahijados en Sabra y Chatila y aún hoy, tantos años después, escucho los gritos de los niños heridos, sin un brazo, sin una pierna, aterrados por los otros cadáveres sin ojos, con cráneos reventados.
El nuevo siglo no cambió nada. Charlas en Camp David, en Oslo, por acá, por allá, pero para las madres palestinas sigue el mismo horror, la falta de agua, la falta de pan, las largas filas para cruzar el muro, la imposibilidad de conseguir un trabajo, los apresamientos de los jóvenes de cada casa, los nietos estudiando en carpas.
Ayer, mi último hijo cargó en brazos a su niña asesinada por una bomba mientras los judíos festejaban el bombardeo. Quedó la foto con sus rizos desordenados, sus pies con un solo zapato, su faldita veraniega, su cuerpecito ensangrentado.
Él quiere ser ahora de Hamas. ¿Acaso tiene otro camino?