Miércoles, 13 de agosto de 2014
 

DESDE LA TRINCHERA

La soledad en Macondo

La soledad en Macondo

Demetrio Reynolds.- Es grato apartarse de temas políticos y dedicarse un poco a las letras. Es como alejarse del desolado páramo para irse a un valle florido, “ebrio de colores”, como el de Tarija, según cantan los chapacos. Felices los que pueden ver impasibles el barco que se hunde con más los que observan de palco el desastre. “No es Arguedas que le ha dado a la historia su propio pesimismo –dice Porfirio Díaz Machicado--, sino ésta la que ha enfermado su espíritu”. La política nacional no ha cambiado. Su tiempo histórico parece que se hubiera curvado en espiral.
Vamos al tema. En Colombia, cerca de Aracataca de donde era oriundo Gabriel García Márquez, una finca bananera se llamaba Macondo, de allí tomó el nombre para la aldea donde literariamente se sitúa la narración. No tendría eso nada de particular si allí no ocurriese un hecho de capital importancia: la visión primigenia de la soledad en dos mujeres que se abrazan llorando en silencio. Una de ellas era la madre del novelista.
A partir de ello, la obsesión de escribir sobre aquella impresión lo perseguía sin tregua. Como un proyecto aún en ciernes, 17 años estuvo rondando por su mente. Mas una circunstancia, aparentemente casual, puso término a su cavilación. Cuenta que un día iba a Acapulco por carretera, cuando de pronto se le revela el tono y la concepción de la obra. No había nada más que correr la pluma. Pudo haber exclamado: ¡Eureka, Eureka! (lo encontré) como Arquímedes. De allí a poco, tras una frenética labor, la novela ya estaba escrita (1967).
Macondo es un escenario simbólico. Su ambigüedad geográfica facilita su proyección teórica hacia un universo más amplio como Latinoamérica. La novela narra la “historia completa, desde su origen y su desaparición… Abarca todos los planos y niveles en que la vida transcurre” (Vargas Llosa). La realidad y la fantasía se alternan a lo largo del relato. Sin embargo, no hay la presencia real de la soledad como vivencia dramática; nadie se refiere a ella como causa de su sufrimiento, excepto el gitano Melquiades que “regresó de la muerte porque no pudo soportar su soledad”.
Desde el título se anuncia el tema de que trata; sin embargo, nadie ha dicho que es la novela de la soledad. Incluso antes de ser publicada, circuló sin título entre sus amigos más cercanos; tal vez porque no es el elemento matriz que genera situaciones y personajes en la narración; aunque hay una constante referencia a ella. Los analistas, entre ellos Vargas Llosa, eluden la consideración de la soledad como tema psicológico central. El mismo autor afirma que la novela es “totalmente colombiana sobre la obstinación, perplejidad, humor negro y obsesión”.
De una decena de novelas, ninguna alcanzó la celebridad de Cien años de soledad. Sin embargo, si la Academia Sueca hubiera solicitado que enviase la mejor de sus novelas, García Márquez habría elegido “El otoño del patriarca”, porque era para él la “más preferida”. Los libros como las personas tienen destinos imprevisibles. El nivel medio cultural de Colombia es uno de los más elevados, pero México le brindó las mejores condiciones materiales para escribir, y Buenos Aires le facilitó la edición primicial. Nunca imaginó que sería una novela clásica ni lo convertiría un día en millonario (1982). Es que las obras clásicas no escriben los autores; las escribe el tiempo. (Azorín).
Con su partida, este pensamiento cobra una premonitoria significación: “Si uno no crea es cuando le llega la muerte. Cuando no escribo, me muero; cuando lo hago, también”. Hay muertes que se desgranan al escribir, pero también plumas que no mueren ni con la muerte, como la de Gabriel García Márquez.