¡Mujer, qué grande es tu fe!
¡Mujer, qué grande es tu fe!
Mons. Jesús Pérez Rodríguez, O.F.M..- El domingo pasado escuchábamos que Jesús decía a Pedro: "hombre de poca fe". Hoy escuchamos que le dice a la mujer cananea: ¡mujer, que grande es tu fe! El evangelio de este domingo, está tomado de Mateo 15, 21-28. Jesús hace resaltar la fe de una mujer extranjera, no perteneciente, por consiguiente, al pueblo de Israel que le pide con humildad que cure a su hija que está endemoniada.
Cuesta reconocer al Maestro misericordioso y dulce que en una primera Instancia pareciera escuchar las súplicas de una madre afligida por el estado lamentable en que se encuentra su hija acosada por el diablo. Pero en Jesús no hay intención de no escucharla, es una táctica pedagógica de Jesús para enseñar a sus oyentes y resaltar así la fe de una mujer pagana, ante la poca fe del pueblo de Israel Cristo no pierde ocasión para alabar la fe de una mujer extranjera y pagana, así como lo hizo del leproso samaritano, que vuelve a dar gracias, del buen samaritano que atiende al herido en el camino, al centurión romano. Cristo contrapone la fe de paganos y extranjeros con la del pueblo de Israel.
Jesús quiere hacerles ver que no es la pertenencia al pueblo judío lo que salva, sino la fe en el Enviado de Dios Padre. No es la pertenencia a un pueblo, una raza, lo que salva, sino la disposición de cada uno ante el llamado de Dios. Jesús de manera admirable les enseña que en la fe no se puede vivir de rentas, ni de idealismos Esperaban los judíos grandes cosas, algo extraordinario y perdieron la gracia y la salvación que viene de lo cotidiano, sencillo y trivial; ahí se manifiesta Oíos. Si no aceptamos esta manera de actuar de Dios, estaremos siempre aplazando la conversión y nuestra entrega, proyectándonos al futuro y engañándonos a nosotros mismos. No vivir con suficiente atención la presencia de Dios y su acción en Jesucristo, a hacer del prójimo y la realidad cotidiana, es por lo menos un modo de no ser auténticos cristianos y vivir perdiendo la vida.
La fe la debemos vivir en el aquí y ahora; en e1 lugar en que existimos no busca Dios. Se nos pide ser fieles a la palabra de Dios y fieles también a lo cotidiano de nuestro mundo. Se nos llama a superar un cristianismo de ideas bonitas, pero irrealizables, de idealismos, de sentimientos vacíos, sin el toque de verdad que son las obras, el cristianismo de cosas sensacionales y extrañas a la realidad.
Hay que tomar muy en cuenta lo que Isaías nos dice en la primera lectura de este domingo. Los judíos en su mayoría no eran universales pues rechazaban a los extranjeros. Jesús también tuvo que llamarles la atención sobre el racismo, pues bajo el pretexto de ser hijos de Abrahán, despreciaban a las otras razas y culturas. Y, Jesús les hace ver que se han de salvar no tanto por pertenecer a un pueblo cuanto por aceptar al Enviado del Padre, Cristo Jesús.
A los judíos convertidos al cristianismo les costó convencerse de que la puerta del reino y de la fe estaba abierta a los paganos en la misma forma que a ellos. Basta recordar del libro de los Hechos, cuando Pedro tuvo que rendir cuentas a la comunidad que había admitido a la fe a la familia del Centurión romano, o también cómo hubo que convocar a una asamblea, llamado el concilio de Jerusalén.
Los problemas siempre han sido casi los mismos. Hay problemas anímicos a la hora de incluir en nuestra esfera de convivencia a gente de otras culturas, o religiones o edades, a los políticos de distinta forma de pensar. Es muy fácil dejarnos llevar por la desconfianza y las discriminaciones En una sociedad cada vez pluralista. Es fácil que nos resulte incómodo y bien molesto personas como los forasteros, los inmigrantes, los desconocidos y hasta los mismos turistas. Sin embargo, cuántas veces esas personas nos dan lecciones: de generosidad, de fe, de sinceridad. Es la ocasión para que aprendamos a evitar toda clase de racismo o de nacionalismo excluyente.
Para todos la Eucaristía es una escuela de universalidad y de caridad. En ella escuchamos la Palabra de Dios, compartimos del mismo Cuerpo y Sangre de Cristo, nos deseamos y nos damos la misma paz de Cristo que él nos ha otorgado. Todo esto es signo de la fe que profesamos.
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