Miércoles, 27 de agosto de 2014
 

DE-LIRIOS

Cuerpo de mujer

Cuerpo de mujer

Rocío Estremadoiro Rioja.- Muy ilustrativo y verídico es lo que narra James A. Michener en su novela “Hawái”. Corrían las primeras décadas de 1800, cuando llegaron los misioneros europeos a las costas de Lahaina. Ante sus caras de horror, fueron recibidos por decenas de alegres mujeres semidesnudas. Por ese entonces, para las culturas que habitaban en esos paradisiacos y alejados lugares, el libre ejercicio de la sexualidad en hombres y mujeres no revestía de ninguna carga social, al contrario, era considerado como natural.
En ello estaban incluidos los aventureros europeos que, tiempo antes, habían atracado en esas islas de ensueño, constituyéndose como una grata novedad para las nativas. No obstante, con el arribo de los misioneros, se aplicó una nueva modalidad al encarar el sexo. Lo que fue fluido y habitual, se convirtió en “pecado”, y a pesar del calor de la zona, se impusieron opresivas ropas que simbolizaron el entierro gradual de las costumbres de esas culturas que tenían como eje fundamental la alegría de vivir.
He ahí una metáfora de una de las herencias más nefastas de la matriz judeo-cristiana: el trastocar algo esencial y natural como el sexo y convertirlo en lo que hay que maldecir, evitar o dosificar. El resultado es evidente: Como diría Freud, nos hemos transformado en una cultura enferma, amarga y violenta. Y, en el marco de las contravenciones, es la mujer la que lleva la peor parte, porque, desde estos imaginarios, vendría a acarrear la semilla para la “tentación” y el “pecado”: su propio cuerpo.
En ese sentido, sin poder librarnos de un pasado oscurantista aún en pleno siglo XXI, la cultura occidental tiende a relacionar al cuerpo femenino con dos polaridades que, en el fondo, son caras de la misma moneda.
Por un lado, desde pequeños se nos enseña a ocultar el cuerpo y a sentir culpa por la más mínima pulsión sexual. En el caso de las mujeres, se nos inculca el “recato” como sinónimo de virtud (hay que saber “comportarse”, dicen por ahí) y todavía quedan los trasnochados/as que suelen vender al mejor postor (vía matriqui) la virginidad de las hijas. Se nos indica, erróneamente, que nuestras pulsiones sexuales son “menores” a las de los varones y para “hacerse respetar”, nos son prohibidas y/o racionadas hasta el consabido “santo matrimonio”, si es que el marido, la maternidad y las arduas labores dentro y fuera del hogar, permiten alguna inquietud por el ejercicio del placer.
Por otro, a través de la industria cultural, el cuerpo de la mujer es convertido en un objeto de lucro, lo que explota la misma concepción enferma de la sexualidad, pero sacando réditos con el reprimido morbo colectivo.
Como consecuencia, pareciera que las mujeres estuviéramos condicionadas a odiar nuestro cuerpo, porque mientras son abundantes los mensajes que gritan que debemos avergonzarnos de él (no vaya a ser que por su “exhibición”, nos violenten, insulten, denigren o violen), al mismo tiempo, nos vemos saturadas con imágenes explícitas del cuerpo femenino como objeto mercantil, bajo “ideales” estéticos muy difíciles de seguir y que no corresponden ni a la contextura física ni a la forma de vida de una mayoría de mujeres.
Y para colmo y siguiendo con la tendencia que catapulta al cuerpo femenino como “propiedad” (de la “familia”, del esposo, de la “comunidad”, del Estado, pero nunca de ella misma), no faltan los que abogan para que sean las “instituciones” las que decidan por nosotras, cuándo, cómo y en qué circunstancias ser (o no ser) madres.