COLUMNA VERTEBRAL
Las paradojas de una utopía
Las paradojas de una utopía
Carlos D. Mesa Gisbert.- La construcción del multiculturalismo fue una de las grandes metas de Occidente después del Apocalipsis de la segunda guerra. A medida que la utopía de la Unión Europea se hacía realidad, en un continente históricamente desgarrado por la violencia, por las diferencias irreconciliables, por las guerras religiosas y por el expansionismo imperialista de varios siglos, se comenzó a diseñar un escenario democrático y tolerante en el contexto de un Estado de bienestar.
Pero los viejos demonios del pasado reaparecieron con una fuerza impensada. La construcción de la arquitectura internacional, cuya columna vertebral fue la declaración universal de los derechos humanos de las Naciones Unidas, basada en una universalidad que nos concebía como nacidos iguales, no cerró el debate.
Los hechos y la reflexión sobre ellos desarrollaron en los últimos setenta años pensamientos que, como los del prisma, descomponían el blanco y lo transformaban en múltiples colores. Los valores humanos, se dijo, son el producto de una compleja construcción cultural e histórica. Esa construcción no puede estar dominada por uno sólo de los reflejos del prisma, tiene que aceptar la diferencia y el cuestionamiento de algunos de esos valores que –en esta mirada– no son intrínsecos.
Lo que se estaba objetando en la raíz era el término 'universal'. El concepto aparecía así como una trampa para imponer el eurocentrismo. Las lecturas críticas a esta idea surgieron en el propio corazón de Europa y se fueron fortaleciendo y sofisticando en las llamadas entonces 'sociedades periféricas'.
La ilusión occidental de un mundo de paz basado en la democracia representativa, la tolerancia, el laicismo y la búsqueda de la justicia social, enfrentó dos realidades dramáticas. La primera, la defensa de los intereses de Occidente que había mostrado su brutalidad en la forma de la colonización y la arbitrariedad en la descolonización (creando decenas de estados-nación artificiales), volvió a chirriar en las últimas dos décadas cuando los principios éticos fueron aplastados irremediablemente por los intereses económicos y geopolíticos de Estados Unidos y Europa. La segunda, el mundo no se dirigió en todos los casos hacia la búsqueda de la democracia a la occidental ni a la consolidación de los valores consagrado en la declaración, tomó rumbos que en varias sociedades contradecían de modo frontal esa expresión de deseos.
La gran paradoja para ambas caras de la medalla fue y es que la profunda intercomunicación planetaria, agudizó el choque a partir de las nuevas formas de migración. No es que los migrantes sean cosa nueva, fueron siempre una realidad histórica esencial. Lo que cambió es la facilidad y la velocidad de las migraciones y el incremento exponencial de las diferencias entre ricos y pobres en la segunda mitad del siglo XX y la primera del siglo XXI. El secular fenómeno de buscar horizontes mejores, devino en movilizaciones de decenas de millones de seres humanos. Buena parte de ellos portadores de una visión cultural, social y política muy distinta de aquella dominante en los países en los que se afincaron. El paradigma de la integración por asimilación desapareció. Los migrantes transportaron y asentaron su lengua, religión y formas de vida, rechazando frecuentemente los patrones culturales del anfitrión. Los receptores de migración se vieron desbordados por las masas de recién llegados. Su respuesta fue cerrar las puertas en la medida de lo posible e incrementar la xenofobia a pesar de la retórica oficial.
Fuera de los muros de la nueva Roma surgió la cruzada religiosa. No era cierto que Dios había muerto, no era verdad que el desarrollo de la civilización (que era en realidad un plural, no un singular) hubiese logrado demostrar que no se podían mezclar los asuntos de Dios y los asuntos del César. No, la idea atávica seguía siendo dominante en gran parte del planeta y para millones de personas su Dios es el rector supremo, único y excluyente de sus vidas. Matar por Él siguió siendo un imperativo categórico y reformuló la visión del futuro que no fue siempre, como lo pensaron los iluministas, el imperio de la razón.
No fue cierto tampoco aquello de que la naturaleza humana podía lograr la esencial búsqueda del bien, la justicia y la igualdad. Como siempre, pero con armas mucho más sofisticadas y devastadores, la codicia y la avaricia desarrollaron en el mundo virtual unas potencialidades no soñadas jamás. El poder se desplazó. Ni el presidente de los Estados Unidos, ni el premier de China, ni la canciller de Alemania, son las personas más poderosas, tampoco lo son los cinco primeros en la lista Forbes, el poder es una suma de intereses que acaban entremezclados en el mundo virtual de las bolsas de valores, las operaciones en las computadoras y en línea, funcionando y especulando las 24 horas de los 365 días del año, sin alma, sin principios, con la frialdad de los circuitos integrados a través de los cuales se ejecutan. Es un mundo mucho más complejo de lo que se podía haber supuesto, un mundo en el que no hay llegada a ninguna isla en la que están las respuestas.
La Europa plácida de las hermosas y perfectas ciudades del norte y centro del continente, la Europa de Bruselas y su esfuerzo por ser una, contradicha en los Balcanes, en Escocia y en Cataluña, se enfrenta a sí misma y a las profundas dudas que en la última década han marcado el estancamiento, la debilidad de su liderazgo, los niveles de corrupción y el descreimiento de su propia sociedad que tiene cada vez más dudas. Lo que no puede hacernos pasar por alto que sigue siendo el experimento social, político y económico más exitoso hecho sobre la tierra hasta hoy.
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