Domingo, 21 de septiembre de 2014
 

COLUMNA VERTEBRAL

Ni árbitro ni reglas justos

Ni árbitro ni reglas justos

Carlos D. Mesa Gisbert.- El actual proceso electoral ha puesto en evidencia una realidad muy dura en lo que toca a la institución que lo administra y las reglas que lo conducen.
La Constitución de 2009 dio un salto cualitativo muy importante al establecer que la República de Bolivia (arts. 11 y 12) se apoya en cuatro poderes separados, independientes y coordinados entre sí. Recuperó así la filosofía de nuestra primera Constitución (1826), incorporando al Órgano Electoral y su Tribunal como cuarto poder del Estado. Si el anterior estatus de la Corte Electoral podía generar alguna duda, el actual del Tribunal no deja lugar a equívoco alguno como máxima instancia electoral del país.
Sin embargo, no parece haber relación de causa y efecto entre esta nueva jerarquía y lo que ocurre en el día a día. Tuvimos que vivir experiencias dramáticas y traumáticas en la manipulación del voto tras la recuperación democrática de 1982 para afrontar por fin el reto. En 1992 se posesionó la primera Corte Nacional Electoral que le dio certeza a los votantes de que su voto era respetado. Entre 1992, bajo la presidencia de Huáscar Cajías, y 2008, bajo la presidencia de Salvador Romero B., la Corte realizó un trabajo impecable incluyendo la elección de 2005, que llevó a la presidencia a Evo Morales bajo las reglas de la CPE de 2004 y el Código Electoral de lo que el actual gobierno denomina el “periodo neoliberal”. Una elección en la que el Presidente obtuvo el 53,74% de los votos contra el 28,59% de Jorge Tuto Quiroga, que demostró la absoluta garantía para el candidato que objetaba el sistema y sus reglas; sistema y reglas que lo llevaron al gobierno. A partir de 2008 esa certeza de transparencia se diluyó hasta casi desaparecer. La razón no es muy difícil de adivinar. Las instituciones democráticas no existen porque estén reconocidas en el papel, existen por una combinación de factores imprescindibles. Que quienes gobiernen crean en ellas, que las respeten y que las fortalezcan garantizando su funcionamiento. Que las personas elegidas para ocuparlas sean honestas, tengan un comportamiento transparente y sean idóneas para el cargo desde el punto de vista profesional. Sin ello, cualquier discurso basado en declaraciones, promesas y afirmaciones puramente retóricas, no sirve nada.
La legitimidad del Tribunal Electoral es el resultado de sus acciones cotidianas en un proceso electoral. Mucho más cuando hay fundadas dudas sobre su independencia.
El accionar del Tribunal ha sido, cuando menos, errático, dubitativo, discrecional y mucho más subjetivo que objetivo en la aplicación de las normas existentes. Da la sensación de que cada vez que va a emitir un fallo mira de reojo al Poder Ejecutivo para evaluar si sus determinaciones son vistas o no con buenos ojos. Pone en evidencia que cuando se trata de juzgar las violaciones de la norma por parte de la candidatura oficial suaviza la sanción, la hace relativa, o considera sólo parcialmente sus excesos. Navega, en suma, en un mar de gelatina.
Pero no nos engañemos, aún suponiendo que tuviéramos personalidades como Cajías y Romero en el Tribunal, las elecciones no serían justas porque las reglas no lo son. El país ha comprado ese absurdo de que los partidos no merecen un financiamiento del Estado porque no lo usan bien. Los partidos en una sociedad democrática deben ser financiados por el Estado, más cuando conseguir respaldo económico ciudadano es tan difícil, más cuando el sistema de partidos está tan malherido, más cuando el partido de gobierno ejerce una hegemonía tan secante.
En un modelo constitucional que acepta la reelección (no la tercera, pero sí la segunda), el gobierno que postula al Presidente para un nuevo periodo tiene demasiadas ventajas que sólo pueden ser equilibradas limitando drásticamente el uso de recursos públicos, medios estatales y paraestatales en su favor, y estableciendo parámetros razonables para evitar que la inauguración de obras estatales sea parte abierta de la campaña electoral. Es tiempo también de marcar límites universales a las tarifas de los medios privados para propaganda electoral y franjas obligatorias e iguales en todos los medios para todos los partidos en competencia. Es francamente injusto que se limite temporalmente la divulgación de encuestas vulnerando la libertad de expresión. Estas sólo deben prohibirse un tiempo corto antes de la propia elección. Es una limitación inaceptable que la campaña electoral dure sólo un mes cuando el gobierno tiene todo el tiempo del mundo para hacer precampaña o campaña abierta ates de ese mes “oficial”. Es imprescindible establecer un mecanismo de fiscalización a los gastos de todos los partidos en lid y del origen de sus fondos, pero lo es también una especial y clara fiscalización administrativa de los gastos gubernamentales en la campaña de quien sea a la vez Presidente y candidato al cargo.
Por todo ello, creo que estas elecciones no cumplen parámetros básicos de árbitros y reglas del juego justas.