¿La necesidad de un verdadero liderazgo?
¿La necesidad de un verdadero liderazgo?
H. C. F. Mansilla.- Antes de la Segunda Guerra Mundial José Ortega y Gasset exclamó: "Desde hace mucho tiempo viene oyéndose a través del planeta un formidable grito, [...] pidiendo que haya alguien que conduzca". Las épocas de grandes dilemas y tribulaciones exigen, evidentemente, la presencia de auténticos estadistas, imaginativos, intrépidos, impulsores del progreso histórico, dirigentes con talento intelectual y convicciones éticas, capaces de adelantarse a su tiempo y de trascender sus circunstancias.
Ellos tienen una visión adecuada del conjunto de la nación –o nos imaginamos que es así–, pues paralelamente a su carrera política se han consagrado al estudio y análisis de la sociedad. Poseen también voluntad y disciplina, ennoblecidas por los propósitos que se han trazado, objetivos que superan de lejos los apetitos individuales y los egoísmos grupales. Estos últimos no pueden obviamente ser suprimidos, pero sí mitigados y canalizados en pro de un fin superior. Una combinación de coraje, perseverancia y responsabilidad distingue a los líderes genuinos, quienes saben que la verdadera gloria no reside en la acumulación de caudales robados al Estado, sino en el servicio a la comunidad, en la defensa de la justicia y en la construcción de un futuro mejor. La paciencia, la autodisciplina y el sentido de las proporciones son cualidades propias del verdadero estadista, que tiene que transitar continuamente por las movedizas arenas de la política, donde el engaño y la mentira representan el pan de cada día. A menudo exhiben actitudes paternalistas, pero se trata de un rasgo pedagógico: un padre que vincula bondad y desprendimiento con exigencia y rectitud.
Se puede argüir, con mucha razón, que esta descripción corresponde a un tipo ideal que no existe en la realidad y que, por consiguiente, el anhelo de contar con líderes políticos de estos rasgos pertenece exclusivamente al campo de la mala literatura. Pero la cosa no es tan simple. A lo largo de la historia universal existieron estadistas que encarnaron las características aquí nombradas. No han sido numerosos, pero han dejado huella, es decir: han constituido un paradigma de dirigente al que no podemos renunciar (porque pertenece a la memoria histórica de la humanidad) y con el cual comparamos de modo inevitable a los políticos del presente. Son ellos los que han enriquecido la praxis política y la reflexión teórica, los que han contribuido a dar concreción a nuestras ideas acerca de una vida bien lograda y a nuestra concepción sobre la dignidad de los pueblos.
Sin ir más allá: poco después de esta observación de Ortega surgieron líderes de primera magnitud como Gandhi, Roosevelt, Churchill, de Gaulle y Adenauer. Hoy en día se puede llegar a la conclusión de que el ex presidente sudafricano Nelson Mandela personifica la última gran figura de un estadista de primer nivel: el hombre que combina una enorme valentía personal, una notable fuerza espiritual y una reconocida capacidad de sacrificio con el designio de concordia y pacificación. En una constelación muy difícil, Mandela utilizó su visión y su coraje –templados por 27 años de prisión– para alcanzar la liberación política y social de la mayoría negra de Sudáfrica, sin propugnar la violencia armada y sin reprimir a la minoría blanca de aquella nación. Mandela, el hombre de la grandeza y la humildad, logró construir una obra de compleja arquitectura: supo cómo derrumbar las estructuras totalmente injustas que discriminaban a las etnias africanas, pero mantuvo el entramado económico y los derechos de la minoría blanca dentro de una democracia viable. No alentó la venganza contra sus enemigos ni la inquina contra sus rivales, sino la voluntad de reconciliación, que no significa olvidar la injusticia. Comprender no es perdonar y menos justificar.
¿Qué diría Ortega hoy en día, frente a la mediocridad universal que desde hace largas décadas se ha apoderado de la mayoría de los gobiernos de este mundo? Entre los políticos actuales ya no hay individuos egregios, inconfundibles, con un sentido realista de su propia valía y con amplia autoridad moral. Los políticos actuales son astutos, tramposos y cínicos, cualidades sin duda imprescindibles en la vida contemporánea, pero ellos hacen una apología de esas necesidades ocasionales y subalternas, celebrándolas como las únicas a las que puede aspirar un político. Se contentan, en el fondo, con detentar unas destrezas técnicas de segunda categoría, que ellos consideran como la culminación de la inteligencia social. Este es su rasgo distintivo: confunden los acuerdos momentáneos con virtudes perennes, el pragmatismo circunstancial con la programática de largo plazo.
En los regímenes populistas actuales de América Latina (Bolivia, Ecuador, Nicaragua y Venezuela), los líderes políticos se destacan por las cualidades recién nombradas y, además, por su carácter provinciano. Estos gobernantes no son estadistas en sentido estricto. Sus cualidades carismáticas, que no son nada despreciables, y su capacidad para generar consensos les lleva también a creer que la viveza criolla constituye el saber primordial de un hombre público. En el fondo son operadores afortunados: no poseen visiones, sino habilidades de negociación dentro de límites muy estrechos. No tienen sueños para su patria, sino deseos muy prosaicos de perpetuarse en el gobierno y aligerar el erario público. No ofrecen mensajes o programas que conmuevan a los ciudadanos, sino habilidades en la esfera de las relaciones públicas y soltura para presentarse ante los medios masivos de comunicación. Así hemos llegado al signo de la época: lo que ellos entienden bajo un sano e indispensable pragmatismo es un conjunto de mañas, artilugios y trucos para moverse en los intersticios del poder. Y digo pragmatismo porque en Bolivia, Ecuador y Nicaragua las élites populistas se han olvidado en la realidad de todo designio antiimperialista y anticapitalista y se han transformado en los socios entusiastas del capitalismo ramplón y antiliberal que perjudica a esas sociedades hace largas décadas. Nihil novi sub sole.
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