RESOLANA
Una siempre vuelve…
Una siempre vuelve…
Carmen Beatriz Ruiz.- Santa Cruz me deslumbra estos días, vieja - nueva ciudad extendida y vibrante bajo un sol de plomo, haciéndole fintas a las amenazas de tormenta. Las quejas sobre el calor son parte obligada del saludo y cada encuentro parece añadir una marca más en el termómetro. El día arranca tan temprano y tan radiante que parece competir con la extensión obligada de las noches, con gente distendida buscando robarle a las rondas de viento un poco de frescor para el día siguiente.
Pero yo no me quejo. Al contrario, recibo agradecida las ondas de calor y humedad y modorra que me sumergen en el recuerdo de la rutina de otros tiempos, cuando ése y no otro fue mi hábitat, el de la temperatura agradecida de mi cuerpo.
Esas oleadas me hacen pensar que “Una siempre vuelve a los viejos sitios donde amó la vida, y entonces comprende cómo están de ausentes las cosas queridas”… esa vieja canción en la voz de Mercedes Sosa me acompaña desde hace años con su melodía monótona y con sus estrofas, que a muchos les parecen tristonas pero a mí me recuerdan que no importa cuánto tiempo haya pasado ni desde qué lugar venga, los viejos sitios donde amé la vida nunca me desilusionan porque, a diferencia de lo que pone la letra, la vida no se ama en pasado sino en rotundo presente.
La vida está aquí y ahora, abriéndose paso por entre los meandros de las despedidas a las que nos entrega, con un zarpazo, la desgracia o las que hacemos exprofeso, con las alas de la desilusión. Y aunque la Negra Sosa siga cantado su eterna advertencia: “Por eso muchacha no partas ahora buscando el regreso, que el amor es simple y a las cosas simples las devora el tiempo”, yo sé que los días se hicieron para gastarlos buscando caminos y que quien se queda en el mismo sitio, por miedo a equivocarse, se encontrará al final con que sus cuentas con la vida no le cuadran, precisamente porque por miedo a que el tiempo devore a las cosas simples, terminó devorando sus propios sueños.
Supongo que esos mismos sentimientos son los que, en parte, incomodan a algunos de los habitantes de esta ciudad. Hay quienes sólo la quieren como fue antes, como la recuerdan o como les contaron que era: amodorrada y polvorienta, debatiéndose entre la arenisca de los ventarrones y el abrazo inclemente del sol; con unas cuantas calles alrededor de la plaza y unas cuantas gentes, las mismas de siempre, robando un poco de fresco al atardecer, haciendo galantes tertulias callejeras.
Detrás de esa imagen romántica hay rechazo a los cambios que, inevitablemente, trajeron los proyectos de progreso y las sucesivas oleadas de migrantes, con los brazos vacíos y los corazones llenos de sueños, con sus innúmeras necesidades insatisfechas enredadas en la estructura concéntrica de la ciudad de los anillos. La ciudad, sin embargo, ha sido más generosa que los recuerdos de antaño, sigue abrazando a propios y extraños en una mescolanza ruidosa y multicolor.
Yo la disfruto así, vieja y nueva, y aunque Mercedes Sosa me haga llorar con su: “Demórate aquí, en la luz total de este mediodía, donde encontrarás, con el pan al sol, la mesa tendida”, llego y me voy con la convicción de que mi ciudad me espera y me acoge con la respiración antigua de quien sabe que, sin importar el tiempo que pase, siempre habrá pan y sol y una mesa tendida, para mí y para miles más.
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