COLUMNA VERTEBRAL
¿Estamos más a la izquierda?
¿Estamos más a la izquierda?
Carlos D. Mesa Gisbert.- Las elecciones del 12 de octubre parecen desmentir a primera vista la idea de que el país, tras una década de inflamada fe en la recuperación de los valores del socialismo, vuelve a un eje más moderado, que en política definimos como centro. Los resultados para confirmarlo son abrumadores, el Presidente Morales obtuvo un aplastante 61% frente a un 24% de Doria Medina y un 9% de Quiroga.
Sin embargo, hace ya varios años que las apariencias engañan. Bolivia ha logrado una curiosa combinación en la que conviven con mucha soltura una economía mayoritariamente controlada por el Estado, tras una larga secuela de nacionalizaciones (incluida la debatible 'nacionalización' de los hidrocarburos), una inversión pública de orientación social razonablemente alta y tres bonos de soporte a ancianos, mujeres y niños, con una realidad brutal del materialismo más descarnado.
Es allí donde está la base del debate. Desde un punto de vista conceptual la idea de socialismo, comunitarismo y complementariedad, se basa en una premisa que el propio gobierno ha definido como el 'vivir bien'. Si nos atenemos a la definición, estamos ante una propuesta de filosofía de vida que implica muchos elementos fundamentales, el más importante de ellos una vida en comunidad más humana y más próxima a los valores esenciales.
Seamos francos, estamos completamente divorciados de aquellos pilares que el discurso de los gobernantes predica. Ese divorcio entre lo que se dice y lo que se hace vale tanto para el área urbana como para la rural, tanto para indígenas y mestizos como para criollos. El país está ahogándose en el materialismo más descarnado, en el capitalismo más agresivo en el ámbito privado (afán desmesurado de lucro, especulación financiera e inmobiliaria, etc.), en la falta de solidaridad más cruda y en la decisión implacable de aplicar la ley del más fuerte como premisa rectora de nuestra convivencia colectiva.
No tenemos una vida más armónica, ni más pacífica, por el contrario, enfrentamos la realidad de un incremento muy alto de la inseguridad ciudadana, una destrucción sistemática del medio ambiente y del equilibrio con la naturaleza. El culto a la basura se ha instalado en toda la geografía nacional. La irresponsabilidad traducida en impunidad por nuestros actos es estremecedora. En ese contexto, hay algunos indicadores que debieran cubrirnos de vergüenza. La violencia de género es una de las más altas de América latina, las historias de niñas-niños-adolescentes que abandonan sus hogares para vivir 'sus vidas' son desgarradoras, la prostitución como medio de vida pone en evidencia la realidad de que en las ciudades del eje el número de lenocinios o lugares de encuentro para el ejercicio de la prostitución disfrazados de alojamientos, son literalmente incontables. La trata de personas es una constante que crece como una hemorragia. La vida para la fiesta y no la fiesta en la vida, se están convirtiendo en rutina que puede hacer que el orgullo por nuestra riqueza cultural se convierta en el caldo de cultivo de la irresponsabilidad. No trabajo hoy, ni mañana, ni pasado, porque el chaqui así lo demanda…
El consumo de alcohol es probablemente la peor de todas las plagas que enfrenta el país sin atisbo de frenarse o disminuirse. Si hace algunos años acuñamos la frase de que si los gringos querían que erradiquemos nuestra coca, ellos debían erradicar sus narices, podría plantearnos la pregunta de cuántas narices debíamos también erradicar nosotros en una sociedad donde el consumo de drogas diversas se ha multiplicado exponencialmente.
El incuestionable éxito en la movilidad social, en la reducción del racismo y la exclusión, los logros económicos, su excepcional manejo macro, las significativas obras públicas de infraestructura, de comunicaciones, de industrialización de hidrocarburos, los indiscutibles saltos en reducción de la pobreza y sus secuelas, le han generado a los gobernantes una percepción equívoca de su propio éxito, éxito que si bien ni se puede ni se debe negar, no refleja el escenario conceptual en el que basan sus premisas ideológicas sus protagonistas. En esta cuestión, en la de los asuntos de fondo, Bolivia no está a la izquierda, no está en la revolución del comportamiento, no está en una visión que nos acerque al 'vivir bien' de la real o supuesta utopía del pasado prehispánico.
Es en ello donde debemos detenernos, en unas raíces que por demasiado regadas corren el riesgo de pudrirse. Acabaremos creyéndonos un discurso que no refleja la realidad, estamos ante el peligro de acallar las voces críticas a título de que lo que esas voces trasuntan es una actitud racista y discriminadora, limitando el derecho a poner en cuestión los graves déficits del sistema imperante. Los derechos a la discrepancia, a la crítica y a la fiscalización son inalienables, y son una de las garantías para cambiar lo que está mal hecho.
Un triunfo electoral como el que hemos vivido conduce a la autocomplacencia, a creer que la retórica de las frases grandilocuentes se convierte en verdad por la magia de repetir de modo machacón algunas consignas de gran fuerza movilizadora, y no es así. Sin desconocer que este es otro país, que hemos vivido cambios trascendentes desde 2006, no podemos aceptar a fardo cerrado aquello de que Bolivia ha renovado su comportamiento colectivo para bien. No lo ha hecho –hay que insistir en ello– padecemos todos los males del mercantilismo, el capitalismo y el materialismo. Estamos perdiendo la batalla de los valores y es imprescindible que quienes detentan el poder por tantos años, entiendan que en este camino lo que queda por hacerse es tan largo como la ruta que se siguió para imponer los cambios que logramos en otros ámbitos de nuestro quehacer diario.
No, si la izquierda es la utopía de la justicia, la igualdad, la transparencia, la ética, una economía cuyo valor principal es la búsqueda del bien común y un ser humano nuevo, ciertamente no hemos dado un giro a la izquierda.
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