EDITORIAL
El sintomático caso del “Bebé Alexander”
El sintomático caso del “Bebé Alexander”
Renunciar a la tentación de hacer de casos como éste una especie de rito de exculpación colectiva es un primer paso imprescindible para afrontar el mal
Si hay algo que va quedando cada día más claro a medida que avanzan las investigaciones encaminadas a esclarecer –u ocultar, más bien– las reales dimensiones y el verdadero trasfondo del caso “Bebé Alexander”, es que la nuestra es una sociedad mucho más enferma de lo que quisiéramos aceptar. Y el peor de los síntomas de esa enfermedad es que parece haber una especie de unanimidad cuando de negar tan evidente realidad se trata.
No es una exageración ni un recurso metafórico plantear el tema en términos patológicos, siendo tan propios del léxico médico. Y lo que vale para la salud mental a escala individual, también corresponde a la salud mental a escala de toda una sociedad. Los datos en los que se sostiene esa manera de plantear el problema son abundantes y se resumen en el lugar que ocupa Bolivia en las estadísticas de la violencia contra la niñez y las mujeres, muy por encima de los demás países de Latinoamérica y del mundo.
En ese contexto de por sí anómalo, los casos de violencia con connotaciones sexuales suelen recibir más atención, hasta relegar a un segundo plano a los demás. En nuestro país se aplican contra la niñez castigos cuya brutalidad deriva en la muerte o en daños físicos que dejan huella de por vida, como quemaduras provocadas con fines “pedagógicos”. Casos extremos, como los que derivaron en el “caso Alexander” no son una excepción como se constata en cualquier centro hospitalario especializado en atención pediátrica.
Tan significativo como los fríos datos estadísticos es el contexto en el que tienen lugar las agresiones. Es en el hogar donde se produce la mayor parte de los delitos contra la infancia y son el padre o la madre, en una proporción notable de los casos, los principales agentes de la crueldad. Parientes cercanos, vecinos o amigos de la familia también figuran entre los más frecuentes agresores y eso explica que los casos denunciados y publicados no sean más que una porción relativamente pequeña del total, como lo revelan muchos estudios sobre el tema que demuestran, además, que en Bolivia no estamos ante una excepcional sucesión de casos aislados, sino que, por el contrario, cada uno de ellos es sólo una manifestación más de un mal cuya profundidad está más allá de cualquier intento de simplificación.
Por eso, es urgente renunciar a la tentación de hacer de casos como el del “Bebé Alexander” una especie de rito de exculpación colectiva, como pareciera que es lo que en verdad interesa. No puede entenderse de otro modo el esmero con que desde las instancias judiciales se busca a quien condenar, la insistencia con que las reparticiones gubernamentales –departamental y nacional– tratan de deslindar cualquier responsabilidad en la escasez de recursos materiales y humanos que forman parte inocultable de la muerte del infante y, lo que es aún peor, la simpatía con que gruesos sectores de la sociedad ven la posibilidad de recurrir a la condena de muerte –no importa de quién– para vengar a Alexander, el niño símbolo de la niñez boliviana.
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