EDITORIAL
El clima, entre los dichos y los hechos
El clima, entre los dichos y los hechos
En Bolivia, como en todo el mundo, la distancia entre la retórica gubernamental y las políticas de Estado es cada vez más grande
Una vez más, tal como viene ocurriendo desde hace 20 años, la Conferencia de las Partes (COP) más conocida como Conferencia del Cambio Climático, se ha clausurado dejando más motivos para el desencanto que para la esperanza. Es que las dos semanas que duró la vigésima versión del encuentro, (COP-20), realizada en Lima, no fueron suficientes para que los gobernantes de los países participantes logren allanar sus diferencias y asuman los compromisos necesarios para detener el calentamiento global.
Tampoco fue suficiente la presión ejercida por más de 100 mil personas, entre representantes de gobiernos, sociedad civil, empresarios y autoridades de 190 países. Pudo más la obcecación de los países económicamente más fuertes del planeta que se niegan a adoptar las medidas imprescindibles para poner un límite al ritmo vertiginoso al que está siendo destruido el medio ambiente planetario.
Para agravar el problema, ya no son sólo los países más dependientes de los combustibles fósiles los que más se resisten a tomar medidas drásticas. A ellos se han sumado con una obcecación que aumenta año tras año los países menos desarrollados que aspiran a seguir los pasos a los países industrializados. Y eso implica, además de multiplicar el uso de combustibles, acelerar el ritmo al que son destruidos los bosques.
Bolivia es uno de los más notables ejemplos de esa tendencia. En efecto, la posición del gobierno boliviano sobre los temas ambientales ha dado un viraje radical. De haberse presentado en algún momento como vanguardia del ambientalismo planetario ha pasado a ser uno de los países más reacios a sustituir las viejas fórmulas de desarrollo basadas en el extractivismo y la depredación forestal. Decisiones como atravesar el Territorio Indígena y Parque Nacional Isiboro Sécure (Tipnis), acelerar la ampliación de la frontera agrícola a costa de las selvas amazónicas, las represas hidroeléctricas sobre el río Mamoré, la ligereza con que se otorgan licencias para explotación minera e hidrocarburífera, entre muchos otros, son algunos ejemplos de la nueva posición boliviana al respecto.
El resultado de esa política es que Bolivia es uno de los países que más rápidamente está perdiendo su cobertura vegetal. Así, según datos del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC, por su sigla en inglés), nuestro país habría contribuido durante los últimos años al deterioro del ambiente planetario con una emisión de más de 25 gigatoneladas de dióxido de carbono (CO2) como consecuencia de la deforestación de unas 350 mil hectáreas de bosques, lo que en términos per cápita resulta en una tasa 20 veces más alta que el promedio mundial y una de las más altas del mundo, superando los niveles de otros grandes países deforestadores.
Por supuesto, esa situación no se refleja en los discursos oficiales. Por el contrario, la distancia entre la retórica gubernamental y las políticas de Estado es cada vez más grande, tal como se pudo constatar en el discurso pronunciado en Lima por el presidente Evo Morales. Lo que no es nada excepcional, pues es eso exactamente lo que en mayor o menor medida hacen todos los países del mundo. Así se explica que la COP-20 haya concluido, como las 19 versiones anteriores, con tan pobres resultados.
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