Domingo, 28 de diciembre de 2014
 

TAL COMO LO VEO

La discriminación en los nombres

La discriminación en los nombres

Waldo Peña Cazas

Hace algunos años, la prensa anunció un "sonado" encuentro televisado que, al final, no tronó ni sonó. Eso era de esperar; pero era curioso que los medios se refiriesen al evento como “debate entre doña Gaby (Candia) y “Tuto” (Jorge Quiroga). ¿Por qué tanto formalismo con ella y tanta confianza con él? ¿En atención a la edad, al sexo? "Doña" es un título de dignidad y de respeto, y "Tuto" es un apelativo familiar sólo permisible entre parientes y allegados. En Cochabamba, sonaba también incongruente que los periodistas hablasen inevitablemente de "don" Humberto Coronel, y de sus rivales como de simples Fulano o Mengano de Tal. ¿Clisés mentales? ¿Hay personajes que de por sí inspiran respeto y otros que sólo dan alas a los confianzudos?
¿Quién habría osado llamar “Victucho” al Dr. Paz’?. Le decían “mono”; pero nunca en público. Hoy todo el mundo habla del Evo, sin empacho.
¿Aparte del carisma o de la personalidad, hay una consideración natural hacia la dignidad del cargo o de la investidura, de ahí que a nadie se le habría ocurrido llamarle "Alejo" a Alejandro Magno, "Lucho" a Luis XIV, o "Napo" a Bonaparte. Pareciera que hoy cualquiera puede subirse al cogote de los poderosos; pero, en realidad, se trata de una triquiñuela política. Lo explico:
Hace años, el General Dwight Einsenhower, Comandante en Jefe de los Ejércitos Aliados en la Segunda Guerra Mundial, fue electo Presidente de Estados Unidos; pero no candidateó con ese nombre; porque sus asesores le dijeron que era muy pomposo y altisonante. Se presentó al electorado simplemente como “Ike”, cambió su cara de palo por un rostro amable, sonriente, y ganó.
En Bolivia, país de dictadores de opereta y demócratas acartonados, Gonzalo Sánchez de Lozada copió esta técnica de sus paisanos gringos: se hizo llamar “Goni”. Eso, más un estilo desenfadado, más un sentido de humor barato, más un acento a lo Nat King Cole, cabal casero.
Todos tenemos un apelativo familiar, apodo, sobrenombre, mote, alias o seudónimo, gústenos o deje de gustarnos. Nos conocen como "Pepe", "Chuchi", "Chichi", "Piti" o cualquier apelativo más o menos cursi, cuando no como "Gordo", "Loro", "Chueco" u otros nominativos menos tolerables. Pero lo aceptamos, si advertimos que la expresión nace del corazón, y autorizamos expresa o tácitamente que nos traten así. Pero a los políticos les conviene ese tratamiento informal por parte de quienes no han conocido ni en pelea de perros.
En política cualquier arma sirve, incluyendo la disonancia o la eufonía de los nombres que pueden manipularse para hacer repulsivo o atractivo al candidato. Los enemigos de Richard Nixon le llamaban "Tricky Dick" (Richi el Tramposo); pero él, astuto, eliminó "tricky" en su campaña y popularizó "Dick”. Margaret Thatcher, cuyo diminutivo "Maggie" era más atractivo que su fotografía, hizo lo mismo. También los estirados Ronald y Nancy Reagan lo intentaron convirtiéndose en "Ronnie" y "Mommie", apelativos que no pegaron simplemente porque no eran pegajosos.
Un sobrenombre usado políticamente debe ser pegajoso como el chicle que las colegiales mascan hasta que les duela la mandíbula. Poca familiaridad y confianza puede haber entre los poderosos y los humildes; pero los sobrenombres pueden surgir naturalmente expresando cariño o desprecio, y se los puede deformar como convenga; pero hay que saber hacerlo: se atribuye a "Tuto" Quiroga el célebre "moni-goni" concebido para ridiculizar a su rival y que más bien le popularizó.
“Don" y “Doña" pueden prestar una aureola de respetabilidad quizá más eficaz que un apelativo familiar con sabor a caramelo; pero toda palabra usada políticamente, desvirtúa la razón de ser del lenguaje. Lo malo es que muchos periodistas se prestan a este juego.