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Absolutismo e impunidad
Absolutismo e impunidad
Arturo Yáñez Cortes
Perfecta la puntería de Lord ACTON cuando dijo: “El poder corrompe y el poder absoluto corrompe absolutamente”. Tal pareciera se adelantó varios siglos y vislumbró lo que hoy acontece con varios altos cargos del Estado plurinacional, que siguiendo la doctrina de su jefazo para meterle nomás aunque sea ilegal, hacen escarnio de su investidura y del respeto que como autoridades pero sobre todo seres humanos, se deben para empezar a sí mismos y luego, hacia el resto de l@s ciudadan@s.
La farra –dicen además quienes vieron todo el video con vulgar lenguaje machista de por medio– acaecida en el mismísimo despacho del Gobernador de Chuquisaca que alguno de sus llunkhus trató de justificar sosteniendo que se trató de un “acto protocolar” y el involucrado con una defensa a lo gallo –fueron errores y no delitos, atinó a decir– y la vileza con la que procedió nada menos que el médico de profesión y Ministro de Salud al revelar en conferencia de prensa la grave enfermedad que padece uno de los magistrados del Tribunal Constitucional, ahora caído en desgracia con quienes le designaron en ese cargo; constituyen episodios que demuestran hasta donde una autoridad puede caer tan bajo y, luego, todo bien gracias, a seguir metiéndole nomás…
¿Qué es lo que impulsa a esos personajes a proceder de esa manera? Sostengo a partir del famoso dicho de ACTON, que en lo más recóndito de esos personajes y de otros que le meten nomás sabiendo o sospechando que su proceder es ilegal o está reñido con la investidura de la que tanto alardean y pretenden mantener por los siglos de siglos, prevalece un sentimiento de impunidad: esa absurda creencia de sentirse tan pero tan poderosos por el cargo que detentan, que les hace situarse por encima de la ley, naturalmente contando con el encubrimiento o cobardía de organismos –no digo instituciones– que ante hechos de conocimiento público de aparente relevancia criminal no actúan como lo harían –solícitamente– si los involucrados no fueran del oficialismo, es decir, sus hermanos del llamado instrumento de cambio.
Según cualquier diccionario jurídico elemental, la impunidad consiste en la falta de castigo por cualquier acción u omisión cometida que merezca una sanción; situación que atenta contra una de las elementales garantías de cualquier Estado sujeto en serio al imperio del derecho: la igualdad en la aplicación de la ley. De nada sirven los coquetos letreros que hoy abundan en sitios públicos y la recurrente propaganda: “todos somos iguales ante la ley” pues en la realidad parece omitirse su continuación: …pero no ante los encargados de aplicarla.
Así los escándalos, para combatir hechos de esa magnitud no sirven las draconianas leyes que en cantidades industriales son votadas en la Asamblea Legislativa, ni la creación de “nuevos” delitos que suelen repetir otros ya existentes, el aumento frecuentemente desproporcionado de sus penas y peor la propaganda que se hace al respecto mostrando esas medidas como la panacea en la lucha contra la criminalidad o la sistemática reducción de garantías, ya que los estudios y la realidad enseñan que aquellas decorativas medidas inciden muy poco para evitar efectivamente esos abusos o delitos. Lo determinante es el convencimiento que las acciones realizadas, así sea desde el trono –que por si acaso es siempre es temporal– serán castigadas, naturalmente previo debido proceso. Es decir, gravita más la certeza o por lo menos probabilidad de que los actos no quedarán impunes y, por tanto, no existen intocables que por mucho poder que por el momento tengan, terminarán nomás respondiendo por sus responsabilidades. Por eso, para VILLAUME “La esperanza de la impunidad es para muchos hombres una invitación al delito”.
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