Inocentadas, costumbres y vaticinios
Inocentadas, costumbres y vaticinios
Winston Estremadoiro
Esto del ‘Cholango’ me tenía confundido. Había leído sobre su renuncia en un notición ofrecido por un diario de a peso. En titular de dos colores, con foto y todo, pregonaba que Edwin Castellanos, alcalde de Cochabamba y quizá a ser reelegido en las próximas elecciones municipales, había renunciado, sin vuelta, a su candidatura. No sé si era verdad el tenor de la noticia apuntando a disputas internas en el partido gobernante.
Pero las críticas de la gente –y pucha que somos criticones en la villa del Cristo de la Concordia (o de la basura, digo yo)- aumentaron con la mala cueva: al día siguiente de inaugurar viaductos en avenidas del sur de la ciudad, con bombos y platillos tanto de cobre como de comer, cayó una lluviecita en la noche, cuando “el músculo duerme y la ambición descansa”, revelando huecos y asfalto escurrido en grietas; menuda bronca la de camioneros queriendo ahorrar tiempo y diésel cruzando el recién inaugurado túnel de El Abra, y encontrarse con una pantomima electoralista, porque estaba sin concluir. La noticia tenía como último párrafo la consabida nota de que era una broma por el Día de los Inocentes.
Ya habían salido las primeras chuscas, que satirizaron aumentando “de t’oqo a t’oqo” –de hoyo a hoyo- al “de k’uchu a k’uchu” –de rincón a rincón- de la propaganda de obras del Cholango prorroguista. Entonces los noticieros filmaron la usual toma del Presidente con los candidatos oficialistas a Gobernador y Alcalde de Cochabamba, agarrados de las manos, no para rezar un Padre Nuestro por supuesto, sino para remedar soldados japoneses gritando ¡banzai!, después de Pearl Harbor. Caí en cuenta que la inocentada renunciante había transmutado a vaticinio certero. Cholango dio un paso al costado, “porque era obediente soldado del proceso de cambio, que escuchaba al pueblo”. ¡Ma’ qué pueblo!, pensé, será al dedo de Evo. Ahora tendremos charango, no Cholango, para rato.
Así me critique algún lector por cambiar de carril, migro de fantasías politiqueras previas a las elecciones subnacionales, a la celebración del Día de los Inocentes en nuestra América, tan diferente a la América gringa. En efecto, entre la Natividad y el Año Nuevo están los días de hacer bromas, aunque no es chiste la gana que tengo de degollar a un gringuito al que se le ha dado por llamarme por teléfono a la hora de mi siesta. Este año, amén de recibir solo 3 tarjetas navideñas de cartulina y no las cincuenta de tiempos más propicios, todos los buenos deseos me llegaron por correo electrónico. No recibí ninguna llamada avisando de haber ganado millones en la lotería de Nueva York; cómo, si ni había comprado boleto.
Amigo de atar cabos sueltos, mi truculencia se engolosinó con un paralelo de prácticas culturales. Si los romanos (¿o eran los griegos?) acostumbraban leer vaticinios en vísceras de pajarracos sacrificados, ¿no sería que Herodes el Grande quería avizorar su devenir en las guatitas de niños tajeados a muerte? Esto es, matar dos pájaros de un tiro librándose de un bebé Jesús que le iba a ganar la competencia.
Mi esposa me cuenta del terror que infundían los disfrazados de soldados de Herodes, que en los pueblos benianos de antigua tradición cristiana salían a la hora de la oración –la canícula cede un poco y es más fresco a las seis de la tarde- con casco romano y espadones de madera a corretear medrosos ‘pelaos’ que se escondían bajo la cama de la degollina, arriesgando quizá picaduras de alacrán en su escondite.
Como son las tradiciones, cavilé, porque la matanza de niños para asesinar al Mesías puede o no puede haber sucedido. El nacimiento de San Juan Bautista puede haber sido en mayo o en noviembre. El mismo Salvador quizá no abrió los ojos el día de Navidad. Lo importante no es la fecha, sino el mensaje de amor y hermandad entre las gentes (y las otras criaturas de Dios) que nos inspira Cristo. ¡Feliz Año Nuevo!
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