EDITORIAL
Cuba, 55 años después
Cuba, 55 años después
El nuevo aniversario de la revolución cubana marca el fin de una era y el inicio de otra. Es de esperar que aunque lenta, la transición no deje de ser pacífica
El 1 de enero pasado, como todos los años desde 1959, en Cuba se recordó un aniversario más del triunfo de la revolución, cuando hace 55 años, al amanecer del año nuevo, las tropas encabezadas por Fidel Castro asumieron el poder político de la isla e iniciaron un proceso que aún no ha llegado a su culminación.
Este aniversario fue muy diferente a todos los demás. Es que, puesto que el régimen socialista se esmeró durante más de cinco décadas para dar al 1 de enero una fuerte carga simbólica, fue inevitable que la conmemoración de esta fecha fuera vista como la última de una época y la primera de otra que está iniciándose.
De nada valieron los esfuerzos que hizo la cúpula militar que gobierna la isla bajo el mando de Raúl Castro para evitar que los actos conmemorativos tengan un dejo de nostalgia por los tiempos pasados y de miedo y esperanza por los que están por venir. Es que así como el uniforme militar con que encabezó los actos no fue suficiente para dar algo de verosimilitud a su retórica cuartelaria, tampoco alcanzaron sus arengas en defensa del socialismo para disimular el total agotamiento del experimento cubano y de la paciencia de su pueblo.
La nueva ofensiva desatada en días pasados contra periodistas independientes, artistas, activistas defensores de los derechos humanos y líderes que constituyen los núcleos de la oposición democrática cubana tampoco fueron suficientes para dar el mensaje de fuerza que quiso dar el régimen y mucho menos para reforzar el efecto paralizador del miedo entre quienes consideran que ya no puede seguir postergándose el inicio de un proceso de apertura democrática. Lo único que ha quedado claro tras la más reciente ofensiva de las fuerzas represivas gubernamentales es que ya no hay manera de dar marcha atrás y que sólo queda buscar la mejor manera de avanzar hacia el porvenir de la manera menos traumática, más pacífica y consensuada que sea posible.
Como suele suceder, la imposibilidad de dar marcha atrás es algo que desagrada por igual a los sectores más radicales del espectro político dentro y fuera de Cuba. Mientras unos se aferran a la ilusión de que la historia vuelva a la noche del 31 de diciembre de 1958, la víspera del triunfo revolucionario, los otros, con similar obcecación, se niegan a reconocer que ya pasaron definitivamente los tiempos cuando la retórica antiimperialista, el culto a la personalidad y las fantasías ideológicas legitimadoras de la ineficiencia y el empobrecimiento colectivo eran suficientes para mantener viva la ilusión en un futuro socialista.
Como los hechos lo confirman, ambas posiciones están condenadas a quedar al margen del proceso que se ha iniciado en Cuba. Ninguna de ellas tiene el vigor suficiente para impedir la transición en ciernes, pero la combinación de sus intransigencias puede causar graves dificultades al ritmo y la forma en que avance el proceso.
Felizmente, y a pesar de los esfuerzos que desde ambos extremos se hacen para sembrar de dificultades el camino, hay suficientes motivos para creer que el proceso ya es irreversible. Y si resulta más lento de lo que sería de desear, será sin duda porque en la escala de prioridades ocupa un lugar principal la forma pacífica de la transición.
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