Jueves, 29 de enero de 2015
 

PROJECT SYNDICATE

Fanáticos, charlatanes y economistas

Fanáticos, charlatanes y economistas

Jean-Marie Guéhenno.- En todo el mundo, al parecer, la crisis está controlando la política nacional. En cada elección se registran participaciones de los votantes históricamente bajas. A nivel universal, los políticos son condenados. Los partidos políticos tradicionales, desesperados por seguir siendo relevantes, caen en un círculo vicioso, y se ven forzados a ceder al extremismo o correr el riesgo de ser aplastados por movimientos populistas antisistema.
Mientras tanto, el dinero está teniendo un papel importante en la política como no se veía desde el fin de la Segunda Guerra Mundial, al grado que supera el poder de las ideas. En los Estados Unidos, por ejemplo, el sonido de los miles de millones de dólares dirigidos a las arcas de las campañas electorales, está ahogando las voces de los votantes individuales. En partes del mundo donde el Estado de derecho es frágil, las redes delictivas y la corrupción sustituyen a los procesos democráticos. En resumen, la búsqueda del bien colectivo parece tristemente algo del pasado.
El problema empezó con el fin de la Guerra Fría, cuando el colapso de una ideología comunista en quiebra se interpretó complacientemente como el triunfo del mercado. Así como se descartó el comunismo, lo mismo sucedió con el concepto de Estado como agente central desde donde se podían organizar nuestros intereses y ambiciones colectivos.
El individuo se convirtió en el principal agente de cambio –un individuo concebido como el tipo de actor racional, figura común en los modelos económicos. La identidad de dicho individuo no proviene de intereses de clase u otras características sociológicas, sino de la lógica del mercado, que dictamina la maximización del interés individual, como productor, consumidor o votante.
En efecto, la economía se ha puesto en un pedestal y consagrado en instituciones como los bancos centrales y autoridades encargadas de asuntos de competencia, cuya autonomía e independencia de la política se ha generado intencionalmente. En consecuencia, los gobiernos se han visto obligados a arreglárselas al margen de la asignación de recursos de los mercados.
La crisis financiera mundial de 2008, la recesión resultante, y la creciente y veloz desigualdad de ingresos y de riqueza han disminuido el triunfalismo simplista de la economía. Sin embargo, la política, lejos de reivindicarse para ocupar su lugar, sigue siendo desacreditada, pues los dirigentes tradicionales –en particular en América del Norte y en Europa– se apoyan en las teorías económicas para justificar sus decisiones de política.
La búsqueda de objetivos individuales es el sello distintivo de nuestra era y opaca la dimensión colectiva del destino de la humanidad. Pero con todo, la profunda necesidad del ser humano de formar parte de un grupo no ha desaparecido. Persiste, pero sin una salida creíble. Los proyectos nacionales suenan huecos y la llamada comunidad internacional sigue siendo una abstracción. Entre los jóvenes, incluidos, por ejemplo, los yihadistas, este deseo de pertenecer puede ser particularmente agudo.
De hecho, los primeros en notar este vacío han sido los líderes políticos y religiosos y se están apresurando para llenarlo. El Papa Francisco, Vladimir Putin, Abu Bakr al-Baghdadi y Marine Le Pen tienen poco en común, pero comparten una percepción: hay un gran anhelo de crear comunidades definidas por valores compartidos, no por necesidades funcionales.
La crisis de las políticas nacionales tiene consecuencias que se resienten mucho más allá de las fronteras de los países. El chovinismo nacionalista y el fundamentalismo religioso seguirán existiendo, igual que el terrorismo al que recurren los extremistas de todo tipo, porque son fenómenos que se adaptan perfectamente a la era del individuo: ofrecen soluciones imaginarias a las angustias personales en lugar de respuestas políticas a los desafíos colectivos. La naturaleza amorfa de estos movimientos – canalizados frecuentemente a través de líderes carismáticos – permite a cada individuo proyectarlos a sus propios sueños, por lo que es difícil combatirlos en el marco de la política tradicional.
Sin embargo, esta fuerza también puede ser una debilidad. Cuando tienen que administrar territorios y gobernar poblaciones, estos movimientos comienzan a enfrentarse a las mismas limitaciones molestas de logística y organización que sus rivales. Como resultado, la burocracia los persigue constantemente, por lo que tienen la necesidad permanente de revoluciones y renovaciones.
Para que la política recupere el ámbito de los valores de manos de los fanáticos, los charlatanes y los economistas, es necesario reconstruirla desde abajo. Actualmente más de la mitad de la población mundial vive en las ciudades y cualquier renacimiento político debe contrarrestar la atracción de las vastas comunidades virtuales con sociedades urbanas robustas. Es necesario que los ciudadanos vuelvan a participar en el proceso político, que se informen en las cuestiones públicas y que se les den plataformas reales (no solo virtuales) para ventilar sus diferencias y debatir puntos de vista alternativos.
Además, es necesario fortalecer a las instituciones y replantear su objetivo, que funcionan como puente entre los Estados y la comunidad global, como la Unión Europea. En especial, se deben diferenciar claramente sus funciones técnicas de su papel político.
Sobre todo, los políticos deben dejar de intentar fortalecer su mermada credibilidad con el pretexto de las ciencias económicas. La política comienza donde la economía contemporánea termina – con ética y un esfuerzo por crear una sociedad con un orden justo.