RESOLANA
Visto de cerca
Visto de cerca
Carmen Beatriz Ruiz.- Dicen que “visto de cerca nadie es normal”. Además de ser una frase ingeniosa, la picardía revela nomás un sentido común cercano a la sabiduría que acepta una oportunidad y una posibilidad. La oportunidad que tenemos los seres humanos de ser como Dios nos dé a entender, con todas las rarezas posibles (ya se sabe que “entre gustos y colores no han escrito los autores”). Y la posibilidad de una noción tan amplia como difusa respecto a lo que se entiende por normalidad.
Esta sabiduría de la vida cotidiana bien podría aplicarse para comprender, mejor y también con mayor amplitud de mente, lo que implican las identidades de las personas. Lo pongo en plural, expresamente, porque no es raro escuchar por ahí la exigencia que se hace de definición única, casi monolítica, a los individuos. Pero, en realidad, encontrar una persona con una sola identidad sería algo tan raro como un muerto viviente. A lo más podríamos establecer los rasgos de las principales identidades que nos expresan o con las que nos autodefinimos o aquéllas con los que las otras personas nos caracterizan.
Quizá lo correcto sería hablar de varias identidades que se ejercen simultánea o secuencialmente a lo largo de una vida o, sin ir más lejos, a lo largo de un día. Probablemente siempre haya rasgos predominantes pero también habrá identidades que se debilitan o incluso se desechan, y se adquirirán nuevas.
El desempeño de oficios y profesiones nos otorga rasgos de identidad; lo mismo ocurre con la pertenencia a una determinada cultura, de un país o el ser miembro de un grupo específico, así como cada eslabón del ciclo de la vida. La mayoría de las mujeres (aunque cada vez menos), por ejemplo, asumimos la identidad de “madre de…” durante prácticamente toda nuestra vida, pero es más fuerte sobre todo cuando los hijos son pequeños. He conocido muchísimas “esposa de…” que no cambian nunca ese rasgo o que, llegado el momento de una ruptura dramática, se lo sacuden como quien cambia de piel.
Mujeres y hombres aceptamos esa multiplicidad de identidades en la cotidianidad sin hacernos mayor rollo, porque sabemos que la vida y la gente son así: diversas, variopintas y, muchas veces, contradictorias. Sin embargo, cuando se trata de posiciones políticas exigimos (a los otros, claro) definiciones tajantes y excluyentes. Por ejemplo, es frecuente escuchar “¿qué clase de indígena es, si usa computadora y celular?”, como si el uso de la tecnología estuviera reñido con la identidad étnica. O “habla como indio pero actúa como blanco”, como si las aspiraciones de vivir mejor fueran excluyentes de una determinada auto identificación. Llevado al extremo, ese razonamiento supondría que quienes asuman identidades de pueblos originarios tendrían que seguir viviendo exactamente como sus tatarabuelos y lejanos ancestros. A nadie en su sano juicio se le pediría ese exceso de “compromiso”.
Ampliando un poco más el foco de esta cuestión, es bueno referirse a análisis más densos (el chenko, por Roberto Larsena, y el chejje, por Silvia Rivera) de lo que significan las mezclas en el país, algo que va desde las identidades individuales hasta las consignas inscritas en la Constitución Política del Estado del Estado Plurinacional y, por supuesto, en los discursos y en la práctica.
Si visto de cerca nadie es normal, tampoco nadie es único e inamovible, porque la vida está hecha de retazos.
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