DE-LIRIOS
Caminante, no hay camino…está asfaltado
Caminante, no hay camino…está asfaltado
Rocío Estremadoiro Rioja.- "El arrayán, los lambras, el sauce, el eucalipto, el capulí, la tara, son árboles de madera limpia cuyas ramas y hojas se recortan libremente. El hombre los contempla desde lejos; y quien busca sombra se acerca a ellos y reposa bajo un árbol que canta solo, con una voz profunda, en que los cielos, el agua y la tierra se confunden”.
Este bello relato corresponde a José María Arguedas, escritor conocido como precursor de la novela indigenista en Perú. Lo que más me conmueve de Arguedas, y que se recuerda poco de él, es esa dulce y profunda empatía con las maravillas naturales. No es de extrañarse, porque Arguedas, al igual que su personaje principal en “Los ríos profundos”, era caminante.
La revolución industrial permitió el desarrollo del capitalismo en base a una producción más eficiente y acelerada, cimiento de las sociedades modernas. Ello no significó la desaparición de las asimetrías e injusticias sociales, como prometieron los cultores de la tecnología. Al contrario, se pasó de la esclavitud y la servidumbre feudal, a la explotación del régimen del salario, erigiendo un ritmo de subsistencia frenético, mecánico y amargo.
Cual anillo al dedo, la invención del motorizado vino a complementar la pleitesía a la productividad, catapultando como incuestionable aquella forma de vivir siempre ávidos de cumplir con horarios, empezando por la escuela y terminando en las oficinas y las fábricas. El transporte público motorizado implicó la fácil e inexcusable movilización de la fuerza de trabajo y fue imponiéndose en las mentalidades de todas las clases sociales la idea de que un auto es una “necesidad”, además de convertirse en símbolo de estatus.
La planificación urbana se basó en el vaivén productivo-lucrativo, constituyéndose el asfalto y el cemento en una insignia de “civilización”, reduciéndose drásticamente los espacios verdes y trastocándolos en guetos para “distracciones” de fines de semana. Los árboles, tan importantes para cualquier caminante, se tornaron en prescindibles y molestos, y el encierro volvió a ser, una vez más, la cotidianidad del prójimo.
De esa manera, los caminantes fueron desapareciendo y con ello, el arte de observar el entorno, de atisbar en los cielos, de contemplar paisajes, de transcurrir la existencia en calma y con humildad frente a lo que nos rodea.
Lo terrible es que mientras en algunas grandes ciudades se ha intentado saldar esa errada dicotomía que separa naturaleza y humanidad, (por lo menos) respetando y preservando las arboledas, en nuestro medio (rural y urbano), continuamos con el imaginario de “progreso” de los tiempos de Ford, abarrotándonos de ruidosos y contaminantes carros, acabando con los árboles y encumbrando desde la infraestructura colectiva –pública y privada– un amor iluso al ocre del cemento y un odio irracional a la vida silvestre. Y siendo coherentes amantes de la Pachamama(da), ¡hasta rogamos para que la mayor competencia mundial de motorizados arrase el Salar de Uyuni!
Esto viene de la mano con un desprecio soterrado hacia los caminantes y ciclistas; cómo pues no va a tener auto, cómo es posible que este “ocioso” y “pobretón”, que utiliza “nada más” que sus extremidades para transportarse, se atraviese en mi camino, dirá uno de los muchos individuos sedentarios y apresurados, mientras lanza un pacífico bocinazo.
Me pregunto si algún candidato/a a alcaldías y gobernaciones tratará de equilibrar la balanza, tomando en cuenta a caminantes y ciclistas en la futura planificación municipal y/o regional. Aunque, por las razones expuestas, los caminantes y ciclistas somos, lastimosamente, minoría. Entonces, será pedir peras al olmo.
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