DESDE LA TRINCHERA
Catarsis colectiva en Carnaval
Catarsis colectiva en Carnaval
Demetrio Reynolds / La palabra “catarsis” no es muy corriente. Se dice en psicoanálisis a la “liberación de una emoción reprimida”. El Pequeño Larousse, ese mamotreto al que algunos llaman con cierto desdén el “mataburro”, dice esto que parece estar relacionado con el tema en cuestión: “Es la purificación de las pasiones mediante la emoción estética”. ¡Exactamente!
Bolivia –fiestera y folklórica– es el único país donde el carnaval perdura de algún modo todo el año. En Oruro empieza el primer domingo de noviembre, tres meses antes, como si los pecados y los pecadores fueran tantos que necesitan de los ángeles para liberarse de los diablos, llevándolos ante la mamita del Socavón para que dejen de tentar a los fieles que moran en la alta tierra de los urus.
La parábola del cielo y el infierno, como se recordará, cruzó el Atlántico con los españoles. Es fama que en ese pequeño grupo que derribó al monarca socialista en Cajamarca, ya había un sacerdote, el padre Valverde. Con el tiempo, ese emblema de la fe católica se entroncó con la fe terrígena de los nativos quienes, de esa forma, también conquistaron a los extranjeros. Ya se ve que era una empresa de ida y vuelta. Así empezó la simbiosis del mestizaje.
Nadie diría que la colonia fue una época de paz. Al choque brutal siguió una larga y sostenida explotación. Según cuentan los cronistas, el encomendero rapaz, el fraile indigno, pero también redentoristas como Bartolomé de las Casas, fueron los actores principales. La espada y el evangelio se disputaban los escenarios de acción. En fin, una nutrida gama de cosas buenas y malas dejó la colonia. Pero de esa matriz salieron varias de nuestras leyendas y tradiciones que dan colorido y alegría hoy a nuestras “fastuosas entradas”.
El carnaval retrotrae esas figuras emblemáticas del pasado para reeditarlas de otra forma; ya no con el odio vengativo sino más bien con espíritu satírico y burlesco. Es una brillante y festiva sátira colectiva el carnaval. En lugar de seguir llorando por los 500 años, como los apócrifos “originarios” de nuestros días, ahora se baila y se canta. Un misterioso sortilegio sobrecoge a quienes ven por primera vez esa combinación de música, danza y belleza femenina. Una espléndida coreografía que emociona hasta las lágrimas.
El diablo no sólo es el danzante de la comparsa; es también el Tío de los Socavones de angustia; se ha tejido alrededor de él una diversidad de mitos y leyendas. Es el miedo sublimado de los mineros. “El primer viernes de cada mes, dice Alberto Guerra, se rinde homenaje al tío porque es el soberano dios de las riquezas, para evitar accidentes que él podría provocar”. Su representación alegórica, con su falo enhiesto, su cigarro y su coca, es una figura imponente.
Es un error seguir hablando de “descolonización”. A estas alturas, ya no hay esas cuentas. Todo lo que había se ha sublimado en música, danza y belleza; es decir, ahora es un espectáculo maravilloso en las calles o incitativo ritmo de baile en cualquier parte.
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