SURAZO
Nuestro festival
Nuestro festival
Juan José Toro Montoya / Hay gastos que no por ser suntuosos dejan de ser necesarios. Uno de ellos es, a mi juicio, el dinero empleado para que el rali Dakar pase por Bolivia. Para el Salar de Uyuni, el monto invertido este año –cuando los competidores sí pasaron por el mar blanco– tendrá un efecto multiplicador que se traducirá en un fuerte incremento de visitas al que ya es el principal atractivo turístico del país. La explicación para ello es sencilla: las personas que nunca escucharon hablar del gran salar ahora saben de su existencia gracias a las imágenes que recorrieron el mundo cuando la competencia pasó por esa maravilla natural.
Lo mismo podría ocurrir con el anunciado festival de música que se realizaría en algún lugar de Cochabamba con el confeso propósito de opacar al que se realiza anualmente en Viña del Mar.
Claro que una cosa es promocionar un atractivo único en el mundo, como es el salar, y otra muy distinta competir con un festival que se ha convertido en una monstruosa empresa luego de crecer ininterrumpidamente durante 55 años.
Por ello, intentar emular el festival chileno podría representar un enorme gasto cuya recuperación tardaría años. Se impone, entonces, ser más inteligente que hormonal. Después de todo, para nadie es un secreto que la idea del festival boliviano surgió luego de que Viña le robó a Ch’ila Jatun su merecido premio en 2014, cuando el fallo de Paloma San Basilio consagró a “la Pájara” pese a que los retoños de Los Kjarkas habían sido notoriamente superiores.
Sí. La parafernalia de Viña del Mar está dirigida, en parte, a consagrar a los músicos chilenos en el marco de un nacionalismo que se exacerbó en Chile durante la dictadura de Pinochet y se mantiene pese a la evolución democrática. Lo malo, para nosotros, es que no importa cuánto pataleemos, nuestros pedidos de justicia no serán atendidos por nadie. Después de todo, esto no es como la demanda marítima.
Por tanto, dejemos los agravios a un lado y veamos qué tan conveniente es organizar un “megafestival” de música en el centro del centro de Sudamérica.
Durante años, los bolivianos nos quejamos por el constante robo de nuestro patrimonio cultural por parte de nuestros vecinos –Chile, particularmente–. ¿Qué tal un festival con suficiente proyección internacional como para que sea una vitrina en la que podemos reivindicar los derechos que tenemos sobre nuestro folklore? A partir de ahí, es fácil teorizar que el festival de Cochabamba tendría que ser folklórico, dotado de buenos premios y con mecanismos que permitan que los ganadores alcancen reconocimiento internacional.
Pero, ojo,… si criticamos a Chile por instrumentalizar su festival, no repitamos su error. Si organizamos el nuestro, el reglamento tendría que prohibir que los ganadores sean bolivianos. Sí. La pregunta más lógica a esa propuesta es “¿qué ganaríamos nosotros?” Para empezar, dignidad, esa que Chile nos quitó cada vez que nos arrebató el premio de las manos y la misma que nos permitiría señalarlo ante el mundo como un organizador de fraudes. Lo segundo sería, como quedó dicho, convertir al festival en una vitrina de nuestro folklore, una que bien podrían aprovechar nuestros muchos y muy talentosos artistas bolivianos.
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