OJO DE VIDRIO

En memoria de Pérez Alcalá

En memoria de Pérez Alcalá

Ramón Rocha Monroy.- Pocos pintores tuvimos tan universales como Ricardo Pérez Alcalá, pero en el fondo no había olvidado su niñez en una finca de Tumusla, donde aprendió a dibujar con su uñita en la espalda de la empleada. El batán de la casa era tan vasto que aquí se molía vainas de ají, allá se molía maíz, allá choclo fresco, en tazón una llajua exquisita, “y todavía había campo para hacer mis tareas”, decía Ricardo con esos ojillos de niño provinciano en los cuales jamás dejó de fulgurar una luz de picardía campestre. Sus primeras letras las hizo en la escuela del pueblito, en la cual los niños campesinos eran más aventajados, según su testimonio, y había que vengarse de ellos en las clases de Castellano, porque eran quichuistas cerrados. Nadie le ganaba en hacer carátulas de sus cuadernos, porque aplastaba moscas entre dos hojas y sus entrañas tornasolaban la hoja blanca y sobre esas manchas era fácil dibujar rostros y figuras imposibles.
Su mamita tenía que cocinar para ocho o nueve hermanos, pero el arbiter era Ricardo. Si éste probaba el caldo y miraba a su madre, estaba salado, le faltaba sal o la buena señora había cocinado sin sabor. Los hermanos vivían atentos al desiderátum, que se convertía en pretexto para no comer. Por eso, apenas alzaba los ojos, la mami le hacía gestos para que se callara en siete idiomas, y los hermanos comían como se hacía por entonces: de callados.
El tiempo y las aguas lo inclinaron por la pintura y llegó a Cochabamba en busca de nuevos horizontes. Hizo una amistad entrañable con Gíldaro Antezana y ambos se perdían semanas en el valle para pintar, y luego llevaban sus obras en bicicleta a las puertas del Hotel Cochabamba, hoy y antes el mejor de nuestra ciudad. Uno que otro turista sabía apreciar esas obras de arte.
La muerte sorprendió a Gíldaro en la cúspide de su carrera, viajando en flota. Murió dejando una viuda joven, hijos maravillosos y una obra perdurable. Quizá ésa fue la motivación para que Ricardo tomara el camino a México. Los primeros años allá no fueron fáciles. Iba a la plaza de San Ángel, donde se dan cita los “medio tirados a pintores” y los artesanos para tratar de vender sus obras. Comía lo que podía y alquiló un estudio en el centro, cerca del Metro Hidalgo, que todavía conservaba en 1980, cuando pude conocerlo. Pero un marchand ya lo había descubierto y le compraba su obra y le alquiló un departamento en Polanco, donde pintaba sin otros muebles que sus útiles de óleo y acuarela. En eso era fanático: tiempo después, alquiló un estudio para la acuarela y otro para el óleo y cada día compraba las cosas que necesitaba en cada uno de ellos. Sus razones eran indiscutibles: No se deben juntar el agua y el aceite.
Me tocó ser testigo involuntario de su ascenso como artista, cuando el propio presidente de México López Portillo le encargaba obras que pagaba generosamente, y en alguna ocasión decoró un hotel completo con acuarelas en cada habitación, un contrato gigante que le obligó a tomar operarios. Sin embargo, junto al departamento lujoso de Polanco mantenía su estudio del centro, que era precario y yo diría que triste, si no fueran las humoradas de Coco Manto, que le dejaba mensajes escritos con tiza en la reja de entrada: Qué pasa ps che, andando nomás paras.
Diez años después había comprado una casa linda en Polanco, donde vivía con sus hijos varones (según recuerdo, Ricardo junior era un pintor excepcional y un gran fotógrafo) y, entre muchos, había desarrollado amistad con Eduardo Manzano, el actor genial de Los Polivoces, que un día, en el cumpleaños de Ricardo, nos obsequió con una rutina de 45 minutos para desopilarse de risa.
Era el año 91 cuando se supo que el presidente Fujimori nos había cedido un puerto libre y una playa en Ilo. Ricardo quiso hacer un monumento de gratitud y como el presidente boliviano Jaime Paz Zamora estuvo de visita oficial en México, logré concertar una entrevista para que Ricardo le mostrara sus proyectos. No fue más: se vino a Bolivia y no se movió más, hasta su muerte. Nos entrevistamos en La Paz con Paz Zamora y Fujimori, nada más los cuatro, conseguimos el dinero y nos fuimos a esa playa desierta durante más de un mes. Se trabajaba en tres puntas, de día y de noche, pero justo estuvo lista para el 28 de julio, y horas antes habían sido retirados andamios y grúas e improvisado una plazuela de cascajo blanco y negro. Había sido una hazaña construir la estructura de veintitantos metros con un voladizo gigante, pero Pérez Alcalá lo hizo en el tiempo previsto. Esa mujer que tenía dos rostros y el cabello al viento la pintó desde una distancia de 300 metros, orientando a los soldadores mediante un walkie talkie. Como para repetir la cueca: “Ha de escribir en el aire y ha de firmar en el viento”. Ahí estaba la estructura rutilante, veneciana, diabólica como el mascarón de la Casa de Moneda de Potosí y devoradora de hombres, porque durante su construcción murieron cinco obreros. Pero ésta es otra historia que alguna vez, entre muchas, deberé agregar al recuerdo indeleble del gran Pérez Alcalá.