COLUMNA VERTEBRAL

Yvy Maraey. Yo soy el otro

Yvy Maraey. Yo soy el otro

Carlos D. Mesa Gisbert.- Si hay algo en Yvy Maraey que el realizador logra con su desafiante planteamiento, es que la película fluya en dos grandes ríos; el del descubrimiento exterior, el fascinante mundo indígena de los llanos, y el del descubrimiento interior; complejo, traumático, intrincado, repleto de preguntas que se desmadejan en dos puntas, al principio la del filme (el invento del filme, la realidad real convertida en realidad de la ficción) del gran antropólogo Erlan Nordenskiold, y al final, la del jeep desguazado por los niños y jóvenes guaraníes que Andrés mira deslumbrado, como si él mismo hubiese sido despiezado de todo aquello que puramente material, es una carcasa sin sentido. Irónicamente quien pregunta “¿cómo sabes qué es lo que miro?”, no es una niña guaraní, sino una niña ayoreode. Es, al fin, un nuevo encuentro con el otro, que es uno y muchos.
Andrés y Yari se conocen, se enfrentan, aprenden a convivir y a quererse como seres humanos. Desafiantes, proponen a lo largo de su viaje material y de su viaje del alma un juego intelectual y espiritual que nos permite encontrar a un otro que había sido olvidado, apartado, hundido en la bruma de la incomprensión o del desprecio.
Quizás sea una de las tomas más bellas de la película, la que la explica mejor. La cámara gira y vuelca el mundo, el cielo es el agua, la vida puede mirarse de diversos modos, los ojos caen en la trampa y construyen mundos nuevos y diferentes. Allí, seres humanos y entorno, tierra, agua, aire, fuego, son uno, no hay un solo referente ni un solo eje ni una sola posibilidad de ser, allí está resumida la búsqueda sin solución de continuidad que encara el hombre en cualquier lugar del planeta.
El karai y el guaraní han partido desde las alturas donde el aire es transparente y el horizonte del altiplano parece el de un mar entre marrones y amarillos. El mundo andino, que gira obsesivo en una lógica de lo indígena dominada por lo aymara, se irá disolviendo en un viaje a las profundidades. Pero antes, Valdivia resuelve en un fragmento, en un par de tomas, la gran ironía del proyecto estatal boliviano. Los viajeros encuentran un bloqueo en la carretera. Yari desciende del jeep y trata de comunicarse con los bloqueadores que lo increpan en aymara. Él responde en guaraní. Harto ya de gritos ininteligibles, habla en castellano, solo así los aymaras le entienden… Más que una metáfora es un momento demoledor que explica la naturaleza intrínseca de un país que, a pesar de la diferencia y de las identidades y de las reivindicaciones de la otredad, necesita de la lengua de los conquistadores para entenderse.
Es imposible no pensar en Conrad mientras el vehículo inmaculado del principio va descendiendo a ese lugar que no es ya el de las nieves de los Andes ni el del intrincado Amazonas, sino un laberinto entre bello y sobrecogedor que va cubriéndolo de una costra de tierra, lo viajado. Una densa película de polvo suspendido en el aire atrapa a los protagonistas y a los espectadores. El orden inicial se subvierte. La construcción artificiosa de quien es el patrón y dónde ejerce su poder, acaba dominada por un pulso entre los dos protagonistas. Un debate de cuerpos y de mentes, un desafío, un duelo en el que el paisaje se nos mete hasta los poros. Andrés será también parte del viento, y el agua, y el barro, y el verde y el azul-negro estrellado de la selva. Andrés se perderá en sí mismo y se encontrará en la naturaleza, sin dejar nunca de ser, sin pretender cambiar de piel. Lo más logrado de la película es que ninguno de los dos renuncia a sí mismo. Ambos hacen algo más importante: aprenden, descubren, conocen. A diferencia de “El Corazón de las Tinieblas”, el protagonista desciende para subir, para esclarecerse, para saber que en el ovillo intrincado de sus dudas –trabajado con gran calidad plástica por los ovillos de papel desprendidos de su libreta de notas– no está la cuestión de hacer una película ni es su argumento lo que estaba buscando, es su propia columna vertebral como ser humano la que aparece descarnada de toda envoltura formal.
Yari dice que “La tierra sin mal” es un invento de los curas. Yari sabe que el mito invade y limita. Yari sabe que el choque con la modernidad, inevitable, no es solo un cataclismo de destrucción, es también una oportunidad, un espacio con el que hay que contar. Nada es sencillo, este no es un juego de buenos y malos, de virtudes y defectos, de mundos execrables y utopías halladas en medio de los tuscales, es –ahí la esencia de la obra de Valdivia– una sucesión de paradojas y dolorosas contradicciones.
Yvy Maraey, por todo eso, es una película sobre los seres humanos, desprendida de la caricatura, del maniqueísmo, abrazada en cambio a las preguntas esenciales que Valdivia se atreve a hacer sin perder su identidad, y sin pretender absurdos mimetismos en el mundo que descubre y descubrimos todos con él.