Domingo, 19 de enero de 2014
 

TAL COMO LO VEO

Elegir a Barrabás

Elegir a Barrabás

Waldo Peña Cazas.- La carrera electoral ha arrancado antes del pitazo inicial, solapadamente, sin candidatos formales, y sospechosos sondeos anticipan la victoria del caballo del corregidor, aunque también buenas rajadas de torta para otros. Llegado el momento, los ciudadanos cumpliremos el sagrado rito democrático en el altar de las urnas, sin saber por qué misteriosos mecanismos algún fulano consiguió popularidad y poder.
El voto honesto e inteligente valdrá un comino porque la democracia no atiende a valores ni a calidad, sino a la fría aritmética. Lo dijo Gabriel Tarde: "los hombres reunidos valen menos que los hombres en detalle", o sea que las multitudes son menos inteligentes y morales que la media de sus componentes. Muchos celebrarán el triunfo de su candidato; pero pronto pasarán del triunfalismo al desengaño, porque tarde advertirán sus vicios y sus taras. Esta es una constante en la vida política nacional, porque el sistema está sujeto a los altibajos emocionales de mayorías incultas y veleidosas.
Cuando ya no hay remedio, comprendemos que nos han metido los dedos a la boca; pero no escarmentamos y dejamos que nos los vuelvan a meter, una y otra vez. Aclamamos y endiosamos a Siles Suazo, para luego expulsarle con ignominia; celebramos el ascenso y luego la caída de Víctor Paz y de Hugo Banzer; y después nos tragamos aquello de que "A mí no me culpen; yo voté por Goni", y golpeándonos el pecho le elegimos, para luego rechiflarle y finalmente echarle a pedradas.
Entre los colgadores de Villarroel había gente sana; pero la masa entera era criminal, sádica, porque las muchedumbres desorganizadas e indisciplinadas son más crueles, crédulas, inestables, inseguras y manipulables que sus miembros por separado. Igual: un elector puede ser honesto e inteligente; pero el electorado es siempre estúpido e inmoral en su conjunto.
Este es el gran problema de la democracia: supone que las mayorías eligen a los mejores; pero los elegidos son producto de la alucinación colectiva, de la hipertrofia del orgullo popular, de la excitación o de la depresión masiva, de los vicios nacionales, de un electorado envilecido por la pobreza, proclive al consumo político masivo, susceptible al halago y a la adulación. La simple aritmética sacraliza las torpezas y los vicios de las mayorías, ignorando la virtud y la inteligencia, que son siempre de minorías. A Bernard Shaw le escandalizaba que se valore igual el voto de un sabio y el de un idiota, el de un poeta y el de un mercachifle, el de un trabajador y el de un usurero.
Detrás de todo gobernante o parlamentario inepto y corrupto, hay un pueblo culpable de legitimarle con su voto torpe. La corrupción puede ser personal, como acto cometido por diversas motivaciones; pero en principio es colectiva, porque en todo acto corrupto e impune hay una complicidad del medio, en mayor o en menor medida. El solo voto irresponsable nos convierte en cómplices directos o indirectos, mediatos o inmediatos, pues si supiéramos lo que queremos no nos impresionarían dudosas encuestas ni aceptaríamos "valores psicológicos" o chucherías que inducen al consumo político, como los 500.000 empleos o el Bonosol. Si todos tuviéramos juicio para votar, no existirían demagogos ni bribones democráticos.
Los sondeos pueden decir cualquier cosa; pero el futuro político es incierto e impredecible. Sólo hay algo cierto: elegiremos, como siempre, a los peores, atendiendo a mañosas sugerencias, a hábiles mentiras, a emociones contagiosas y, sobre todo, al mayor derroche de oscuros recursos. Siempre ha sido así. ¿Acaso el pueblo no optó por Barrabás, pudiendo escoger a Jesús?