Miércoles, 12 de noviembre de 2014
 

EDITORIAL

México y el costo de la guerra contra las drogas

México y el costo de la guerra contra las drogas



El precio que México está pagando por insistir en una estrategia bélica contra las drogas es demasiado alto. Los beneficios, en cambio, son nulos

La más reciente masacre de 43 estudiantes de magisterio de Ayotzinapa, en el Estado de Guerrero, ha desencadenado en México una muy vigorosa reacción colectiva que, por fin, después de muchos años de incomprensible pasividad, ha sacudido la consciencia adormecida no sólo de ese país sino del mundo entero.
No es fácil comprender por qué ha tardado tanto la sociedad mexicana en romper su silencio y pasar de la resignación a la acción para enfrentarse con toda energía a las fuerzas que están sumiendo a ese país en una de las mayores atrocidades de la historia contemporánea. Más difícil aún es entender los extremos de descomposición social a los que ha llegado ese país ante la mirada impasible, cuando no cómplice, de sus gobernantes.
Sin embargo, y aunque no dejen de escandalizar los extremos de violencia, como el caso de los estudiantes masacrados que tanto revuelo mediático y político ha causado durante las últimas semanas, nada de lo que está ocurriendo en México puede ser calificado como sorprendente pues es el único resultado que se podía esperar del proceso de descomposición al que ha sido conducido ese país como consecuencia directa de la fallida “Guerra contra las drogas”.
Era tan previsible una situación como la actual, que hace poco menos de dos años, el 27 de noviembre de 2012, bajo el título “México y la guerra contra las drogas”, afirmábamos en este espacio editorial que al asumir la presidencia de su país Enrique Peña Nieto asumiría también “la enorme responsabilidad de conducir a su país para salir del tenebroso laberinto al que lo ha conducido la fallida estrategia de ‘guerra contra las drogas’”.
“Es tan grande el problema que hereda el próximo mandatario que para tener una cabal idea de su magnitud las cifras no resultan suficientes. Es que al aspecto cuantitativo de la matanza, que según los más recientes datos oficiales ya bordea las 60.000 víctimas, la mayoría como resultado de pugnas entre los cárteles de las drogas, operativos federales y asesinatos de civiles ajenos al crimen, se debe sumar la peculiar crueldad con que muchas de esas muertes se producen”, decíamos.
“El origen del problema se remonta a diciembre de 2006, cuando el por entonces flamante presidente Felipe Calderón decidió, sin consultar a nadie, declarar la guerra ‘a la delincuencia organizada’. Y lo hizo con una facilidad que hoy, (noviembre de 2012) a la luz de los resultados, sólo puede ser calificada como una enorme irresponsabilidad histórica”, decíamos en aquella oportunidad y recordábamos que fue el propio Calderón, quien al clausurar su mandato, se sumó a la prédica de sus antecesores, Vicente Fox y Ernesto Zedillo, quienes durante los últimos años se han dado a la tarea de denunciar dentro y fuera de su país “la locura que se está cometiendo”.
Casi dos años han transcurrido desde que Enrique Peña Nieto asumiera la presidencia de México y, como los hechos lo confirman, nada hizo, o por lo menos no lo suficiente, para revertir la marcha de su país hacia el abismo.
Sin embargo, si alguna esperanza todavía puede caber en un país que está siendo convertido en un inmenso campo de batalla entre organizaciones criminales y políticos corruptos, ésta radica en la reacción de una sociedad cuya paciencia parece por fin haberse agotado. Es de esperar que las élites gobernantes, ahora sí, estén a la altura del desafío.