Viernes, 14 de noviembre de 2014
 

DESDE LA TIERRA

Wallunkas en el valle cochabambino

Wallunkas en el valle cochabambino

Lupe Cajías.- Noviembre, mes de la vida y de la muerte, de las simientes y de las almas, ofrece en Bolivia un sinnúmero de manifestaciones culturales, casi todas mestizas aunque con un sello originario inconfundible. Los rezos para Todos Santos coinciden con las primeras gotas de las lluvias primaverales que germinan los almácigos. El Día de Difuntos recibe a los muertos y alimenta a los vivos.
En cada pueblo se celebran estas fechas con distintas costumbres, aunque siempre con un tono festivo por sobre el llanto de las plañideras. En los valles interandinos compartimos plegarias, cánticos, comilonas y bebidas al borde de los camposantos, muy sofisticados en Sapaqui o en Colquiri con cerdos y frutos colgando de las escaleras de caña.
Sin embargo, nada tan particular como el “mastaku” y las “wallunkas” en la campiña cochabambina. Este fin de semana, mientras en La Paz se homenajeaba a las “ñatitas”, en el histórico bosque de Tiatako, de Arbieto, a pocos kilómetros de Tarata, se columpiaban entre clavelinas, mimosas y pompones las cholitas solteras, piernudas y minifalderas.
Desde hace años tenía la intención de admirar esta fiesta que agasaja la visita de las ánimas benditas al mismo tiempo que alienta la fertilidad en el surco agrario y en el vientre de las mozas. Gracias a los consejos de Luis René Baptista de “Los Tiempos” y del profesor Willy Camacho pude seguir la ceremonia desde la koa seca para invocar una buena cosecha hasta el atardecer de coplas eróticas.
Los comunarios de Tiatako preparan altares de tres pisos con las figuras simbólicas del cielo, la tierra y el más allá, panecillos con formas de astros, de animales, de escaleras o el bizcochuelo parecido al ataúd; canastillas y tejidos de flores silvestres y enormes figuras de pan representando a los finados, hombres, mujeres, niños. Ahí está la tantaguagua más grande de Bolivia.
También se simulan tumbas bajo los centenarios algarrobos del bosque que hace doscientos años cobijó al victorioso Esteban Arce y los troncos más fuertes sirven para colgar pitas y ramos de alelíes y margaritas para que las muchachas se columpien –pantorrillas al aire– y con sus piececitos escojan una canasta, mientras provocan con sus cantos. Abajo, los mozuelos las piropean y también las invitan al amor.
Las adultas preparan chicha de durazno y de frutilla, más allá reparten quesillos con pan pueblerino, los primeros choclos frescos, peroles con lechonadas y ají de gallina criolla, patos, perdices, asados. Mientras los zapateos se pierden en la tarde azul.