Lunes, 26 de enero de 2015
 

CARTUCHOS DE HARINA

“Aquí ya no mandan los gringos, mandan los indios”

“Aquí ya no mandan los gringos, mandan los indios”

Gonzalo Mendieta Romero.- Podría tomar una actitud mala leche y tildar de “teatrales” los actos de posesión del Presidente. Por ejemplo, en Tiwanacu la narrativa de los estrategas del Gobierno fue, otra vez: “esta posesión es un destino histórico, la culminación de un periplo de siglos”. Pero las bromas del Presidente con quienes lo felicitaban en el atrio del templete no daban el tono épico apropiado, para pesar de los escenógrafos oficiales que quisieran, en el talante del protagonista principal, la gravedad de la película Acorazado Potemkin.
Pero más allá de esas incidencias de poca monta, el MAS tiene una visión de lo público. La imaginería elegida podrá ser más o menos atinada, pero porta la voluntad de crear ritos y tejer relatos estatales.
No sé, por ejemplo, si es necesario vestir al Presidente con uniformes que seguramente –de no ser por su designio político– él no usaría ni en carnaval. No obstante, es más que obvio que esa gestualidad quiere, por ejemplo, afianzar el lugar público del indígena, antes relegado por el monopolio de la estética patronal-occidental en la esfera oficial. La propia comisión parlamentaria que fue al Palacio Quemado a recoger al presidente Morales, antes de su juramento, fue seleccionada para retratar nuestra composición cultural y étnica: dos indígenas, dos de clase media urbana y una afroboliviana.
Todo aquello para no acudir a lo explícito, como la frase presidencial de que “aquí ya no mandan los gringos, mandan los indios”, dicha pese al esfuerzo (infructuoso) de Evo de no azotar más a los norteamericanos. Por eso el Gobierno puede darse el lujo de tropelías como las de su exministro de Salud o la paliza a los del TIPNIS. Por ahora, el MAS es la única fuente de la que bebe la ansiedad por reconocimiento, autoestima y representación de la mayoría del país. Y nadie busca ni competirle en ese terreno.
En la narrativa del MAS se unen así tres potentes factores. El primero, una leyenda ideológicamente alimentada (en una mixtura de milenarismo marxista, indianista y nacionalista) por décadas para el cumplimiento de una “profecía” cuyo tiempo ha llegado (y oponerle razones a una profecía consumada no es muy eficaz que se diga). El segundo, una noción de que la vida pública es más que un Estado que deja que cada cual se encargue de su vida privada, al modo del primer mundo. Esa noción coincide con la fiesta y la ceremonia premoderna, tan valiosas para nosotros, los bolivianos, como para parar las ciudades cuando se nos ocurre.
Y el tercer factor: un grupo político como la élite masista, capaz de identificar las carencias y necesidades síquicas y sociales de la población para expresarla o, a veces, “ayudarla” a evadir sus duros complejos y realidades (como con el Dakar). Este último elemento es, paradójicamente, fruto del instrumentalismo moderno más acabado, presto a honrar todo lo que dé resultado y sea útil (tal como en la cultura política o empresarial mundial, a la que el MAS denosta pero con la que se hermana en sus métodos).
Mientras, la oposición se refugia en la queja y en la crítica del precio de la ropa presidencial o de las cifras oficiales más o menos fuleras. Y apuesta a la crisis económica o amplifica la indignación (muchas veces justificada y no racista como insiste el Gobierno) de las clases medias de mentalidad liberal y cosmopolita. Pero los cambios demográficos y sociales del país hacen imperioso que la oposición medite cómo disputar al MAS en el discurso y la edificación de lo público.
La política consiste, entre otras cosas, en conquistar a los más en oposición a los menos, en cualquier arquitectura discursiva que lo permita (enanos contra ogros, pobres contra ricos, trabajadores contra zánganos, etc.). Y su derrota seguirá garantizada si la oposición sólo atina a pedir que se castiguen los fouls del Gobierno. Una oposición sin creación discursiva que perfile mayorías y sin arte para plantear una forma de ideación de lo público, imaginería incluida, juega con tal desventaja que ya no es posible ignorar más.