RAÍCES Y ANTENAS
Mis deudas con Presscot, Nobel de Economía
Mis deudas con Presscot, Nobel de Economía
Gonzalo Chavez A..- En los años noventa, participé en un par de oportunidades en las reuniones de la Sociedad Latinoamericana de Econometría (SLE). La última fue en Punta del Este, Uruguay, donde presenté un trabajo sobre la variabilidad de los precios relativos durante la hiperinflación boliviana y tuve la suerte de conocer a Edward Prescott, que en el 2004 ganó el premio Nobel de Economía.
Sin duda lo más relevante de mi viaje fue mi encuentro con Prescott, quien fue el invitado especial del evento. Me crucé en tres oportunidades con este afamado economista, en la charla central del seminario, en la ruleta del casino público de Punta del Este y en el Aeropuerto de Ezeiza en Buenos Aires.
En aquella oportunidad, el profesor Prescott disertó sobre la macroeconomía dinámica, es decir la consistencia en el tiempo entre la política económica y las fuerzas impulsoras que están detrás de los ciclos económicos. Algunas de estas ideas le valieron el premio sueco.
El encuentro de la SLE fue en junio; la ciudad balneario vestía un gris abochornado y cobijaba sólo a algunos turistas de seminarios que aprovechaban la temporada baja para reunirse y discutir diversos tópicos, desde las causas de las ñañaras en el occipucio y las falangetas hasta las estrategias de venta para amas de casa. La última noche del encuentro, gambeteando las ráfagas de frío que venían a mansalva del mar, varios de los participantes del evento fuimos al casino. Una tropa de choque de estadísticos y economistas invadió las mesas de juego dispuestos a probar que no existía la suerte y que los resultados de la ruleta podían ser previstos con un buen modelo econométrico. Uno de los más entusiastas era el profesor Prescott que, computadora en mano, hacía sus apuestas. Yo estaba verde de susto ante tanta ciencia alrededor de la ruleta, pero al colocar mis fichas ponía cara de quien había hecho decenas de cálculos probabilísticos. ¡Pura facha! En honor a la verdad, elegía los números pensando en los cumpleaños de mi familia. Al principio todos perdíamos como en la guerra, pero de repente le comencé a ganar a la casa. Primero fueron 10 dólares y transcurrida una hora, de pérdidas y ganancias, tenía 80 verdes en el bolsillo y el pecho inflado como una huminta cochabambina. Prescott me miraba sorprendido y antes que se me notase que sólo era un suertudo del demonio, me retiré de la mesa con un aire de que mi modelo de previsión estadístico había sido un éxito. Por supuesto que festejé el hecho con un entusiasmo que muy rápidamente se comió mis ganancias extraordinarias y salí del casino sin un peso pero feliz y templado; llevaba un verano de la mejor pura malta en las venas, así que Punta del Este se iluminó a medianoche. Al día siguiente, el bus que nos conduciría a Montevideo salía a las 7 de la mañana, debía tomar un vuelo a La Paz al inicio de la tarde con una prometedora escala en Buenos Aires.
La suerte de la noche anterior y el festejo por haberle ganado a un casino público sólo me permitieron despertar a las 9 de la matina. El despertador que puse se había quedado ronco y yacía en el suelo derrotado por mi sueño pendenciero. Felizmente me había dormido vestido y salí como satanás que huye de la cruz. En la recepción del hotel me informaron que la única forma de llegar al aeropuerto de Montevideo a tiempo era tomando un taxi, cuya carrera costaba los únicos 100 dólares que tenía en mi cartera; en la época aún no era sujeto de crédito por lo que no tenía ni tarjetas ni teléfono celular. Milagrosamente arribé y tuve que tocar la puerta del avión; felizmente pude embarcar. Desperté en Ezeiza con un hambre caballar, así que hinqué el diente, sin medida ni clemencia como dice el vals peruano, a un sabroso bife de chorizo con papas fritas en el restaurante del aeropuerto. Como no podía ser de otra manera, la carne estaba espectacular, temblaba frente a mí de tan blanda que estaba. Tuve una epifanía gastronómica. Pero cuando la digestión me invitaba a hacer una siestita de rigor, recordé que no tenía ni un centavo. Cuando me disponía a llorar y a ofrecerme a lavar los platos por mi deuda, vi una luz blanca que bajaba del techo e iluminaba al profesor Prescott en una mesa cercana. Me entró el cuerpo al alma, me puse el gafete de identificación del encuentro de econometría en el medio del pecho y encaré a quemarropa al futuro Nobel de economía. Estaba tan satisfecho con mi bife de chorizo que el inglés me salió perfecto, me identifiqué y le pedí prestados 10 dólares, que eso es lo que había costado mi platito. Me reconoció como el afortunado de la mesa de ruleta y de manera muy amable me prestó el dinero y me comentó que no debía agradecerle a él, sino a los desequilibrios de la cuenta corriente de la Argentina y a los frecuentes desajustes que causaban las políticas macroeconómicas populistas de América Latina que había causado una devaluación del peso y consecuentemente, rebajado el precio de mi carne. Llegando a La Paz le envié un cheque a Prescott que me costo más que el valor de la deuda. Nunca supe si le llegó.
Hoy como ayer se produjo una nueva devaluación del peso frente al dólar. Argentina se barata y ciertamente existe el riesgo de que nuestras importaciones legales e ilegales de bifes de chorizo y otros bienes del vecino país aumenten, lo que puede ayudar a bajar la inflación local, pero también podría perjudicar, una vez más, a la industria nacional.
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